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Arcón Cultural

El egipcio en la frontera



«No hay nadie que engañe a otro y que a su vez no resulte engañado»

Proverbio egipcio


—¡El que está allá, él puede ayudarlo! Señalaron al hombre con disimulo y supe que era él.


     En la frontera sur, o Rumichaca, los negocios humanos siempre son (y deben ser) discretos. Lo único público y obligatorio es sellar el pasaporte en la ventanilla de Migración Colombia, sea para salir o entrar al país, y eso, si acaso los funcionarios están de buen humor como para levantar el sello y estampar el documento a voluntad. En esa frontera, tierra de nadie y a la vez de todos, suceden cosas que solo pasan y se viven ahí.


     Mi contacto estaba donde lo habían señalado previamente. Mientras compraba dólares en el estacionamiento trasero del edificio de migraciones me identificó de manera sigilosa, e hizo una seña de aprobación, porque ya parecía estar avisado.


—Algunos cambistas también son dobles. Nadie está exento.

     Renegó en voz baja y al pasar junto a mi lado.


     Con aquellas palabras creí entender que la Inteligencia colombiana (o quizá Interpol) también hacía parte del grupo que cambiaba divisas.  Algo presentía mi contacto, ya que dio media vuelta, se cambió de camisa, tomó un maletín escolar y me indicó que conversáramos en una cafetería cercana, ahí, al borde de la carretera Panamericana.


—Las cosas se están poniendo difíciles. Hay nuevo personal en el gremio del cambio de divisas. Desconfiamos de todos.


     Y con estas palabras, tan sueltas y directas, ya no había duda que se refería a mi primera intuición, la de agentes vestidos de civil para vigilar de cerca cualquier actividad ilegal, buscando pasar reporte, hacer pesquisas o atrapar algo gordo e internacional.


—Lo que «estos» no saben es que no pueden engañar, y menos, cazar a un zorro.

     Dijo mi contacto, a quien luego llamaría Yasmani por razones obvias.


     Yo había llegado a Rumichaca desde el centro del país gracias a una petición enviada por él a un medio periodístico, pues quería dejar en claro algunos rumores sobre el contrabando ilegal en la frontera, azarado, además, porque su nombre ya comenzaba a sonar en investigaciones judiciales encubiertas.  Yasmani, que era delgado y bordeaba casi los cuarenta años de edad, pasaría como un ciudadano común y silvestre, sin levantar la mínima sospecha en un grupo cualquiera.


     Sin dilación nos dirigimos a la cafetería señalada y al mover de una ceja la mesera trajo dos tintos hirviendo. Para la fama que había cobrado en Rumichaca, el hombre no parecía estar alarmado, sino confiado, sereno, como si todos lo conocieran en el sector y lo protegieran. Mirándolo directamente a los ojos, pregunté.  


—¿Cómo va todo Yasmani?

—Hombre. Algunas cosas han cambiado. Antes, lo más extraño por estos lados era vender un pasaporte o un pasado judicial falso, o quizá tráfico de propano (gas), incluso reliquias arqueológicas y cajas con doble fondo llenas de dólares… (hizo una pausa). Pero todo se ha ido a la mierda desde que empezó el flujo de minerales por estos lados.


     Sus palabras sonaban sinceras, aunque cargadas de preocupación. Quizá no tanto por su negocio, como por lo que implicaba un nuevo producto ilegal circulando entre las fronteras: distintos «jugadores», creatividad de métodos de contrabando, aumento en los sobornos. Sin embargo, lo que más alteraba sus nervios estaba en lo que diría a continuación.


—Tuve negocios con El Egipcio, y por eso hay gente que me amenaza. Como dije, esto se fue a la mierda.


     Yasmani era de Túquerres y hablaba con las manos y con todo el rostro, y así fue como me enteré de que en el mundo del crimen organizado, o en el llamado «mercado negro», también existían jerarquías inversas, es decir, el nivel de miedo proyectado era el nivel de poder adquirido. El Egipcio, que se llamaba Abasi Shariff, aterrorizaba a Yasmani de verdad y en serio, y más, al saber que era un emisario del Gobierno de Irán enviado al Perú con la intención de entrar a Colombia a comprar Coltán y sacarlo hacia el Medio Oriente para la industria nuclear y armamentista. Era obvio que Shariff era otro mediador más, aunque uno de talla intercontinental.



     Yasmani había empezado en aquel submundo también siendo un mediador. Fue a los 14 años, y cuando trabó amistad con algunos integrantes del grupo «Comuneros del sur». Una célula guerrillera en Nariño que ofrecía sus servicios para escoltar cargamentos de cocaína hasta el Pacífico, y de ahí, rumbo a Centro América. En ese ambiente fue convencido por un miembro quien le aseguró que ser mediador era ganar plata constante y sonante, y lo mejor, nadie saldría involucrado en nada. Un trabajo sencillo que solo consistía en recibir y entregar algo, o establecer los contactos. En otras palabras, poner la demanda al lado de la oferta. Eso era todo.


     Sin demora (y motivado en medio de una oportunidad), el primer trabajo de Yasmani fue concretado con ayuda de su padre, un profesor arruinado por la profesión. Lograron tercerizar una venta de armas de los «Comuneros del sur» para el grupo «Los guaitarillas», una comitiva de indígenas que, cansados de la expropiación de tierras y el abigeato, deseaban armarse. Se trataba de fusiles AK-47 rusos comprados a 30 dólares cada uno, que luego revendieron por el doble del precio. La transacción con «Los guaitarillas» se efectuó sin contratiempo por el valor total de 120 armas.


     El problema surgió cuando dos semanas después los indígenas descubrieron que los AK-47 se encasquillaban, corroborando, además, que no eran armas rusas, sino de fabricación africana. El ELN de Arauca había usado fusiles comprados al ruso Víktor Bout, quien, a su vez, este los había adquirido en Sierra Leona, y a causa de eso, se libraron de ellas cuanto antes rematándolas a bajo precio en el sur. «Los guaitarillas» prometieron vengarse y fueron por los mediadores. Asesinaron al padre, pero Yasmani logró escapar hasta San Juan de Pasto donde llegó sin ropa, sin negocio, sin un plan concreto.


     Ahí, en la capital de Nariño, se cambió el nombre, trabajó de guía para extranjeros que visitaban la Laguna de Cochas y el Centro Ambiental Chimayoy, y se enteró, por otros compañeros, que los ecuatorianos pagaban en dólares para ir al Santuario de las Lajas. Así que dejó de tratar con turistas en Pasto para guiar ecuatorianos hasta Ipiales. De esta forma se mantuvo ocupado y trabajando modestamente algunos años.


     Sin embargo, en el afán de ganar más dinero, de ampliar el negocio, había vuelto a su antiguo oficio de mediador, esta vez, pasando mercadería no registrada, víveres prohibidos, autopartes robadas, y se involucró lentamente y de nuevo en los negocios de tráfico ilegal en la frontera. Este sería el camino allanado que lo llevaría a conocer a El Egipcio. Un oscuro personaje que apareció como un golpe de suerte en la frontera un día de mayo. Un contacto que, según Yasmani, era un salvoconducto a la riqueza y que luego (y eso lo sabemos nosotros) sería su propia ruina.


     Con dos cafés más seguimos la conversación. Él retomó la palabra.


—Cuando conocí a El Egipcio supe que era otro tipo de persona buscando algo diferente. No siempre llega gente solicitando favores como los que él necesitaba, además, pagaba con moneda grande.


     Y al preguntarle sobre la petición del extranjero, no dudó ni un segundo en decirlo.


—Necesitaba oro azul, Coltán… (hizo otra pausa). Abrió la boca de un maletín y mostró una colección ordenada de euros.


     En su opinión, esta era la primera vez que escuchaba en la frontera el nombre de aquel mineral. En esa línea divisoria entre países había visto y ofrecido servicios por cosas inimaginables a gente que no volvería a ver jamás, pero esto era nuevo, y como nuevo (según él), peligroso.


     Sin embargo, a pesar de afirmarle a El Egipcio no conocer a nadie en el mundo de los minerales, prometió mover algunas fichas y hacer todo lo posible para ayudarlo. Contaba con la experiencia de haber vendido armas en Túquerres y de memorizarse los caminos clandestinos para el traslado de cocaína hasta el Pacífico, y por eso, y con toda seguridad, podía ahora sellar un negocio grande como este, ya que conocía también las veinticinco rutas por donde confluía el grueso del contrabando en la frontera.


     Incursionó de lleno en el negocio de los minerales ilegales, y tal como había prometido a su cliente, estableció los contactos respectivos con gente de Caquetá y Putumayo y comenzó a importar Coltán en camiones camuflado bajo cobijas de carbón, hasta Rumichaca. Cerraba la venta en euros, siempre, y por alguna extraña razón, en la ruta trece, la llamada «El Capulí» ubicada en dirección al Pacífico. De ahí en adelante el mineral, y lo que se hiciera con él, era entera jurisdicción de El Egipcio.


     Era sabido por reportes internacionales que el tráfico de Coltán financiaba a los grupos insurgentes que lo traficaban y también beneficiaba a empresas de Australia, China, India, Luxemburgo y Medio Oriente que lo procesaban en diferentes industrias. Así fue que esa tarde en la frontera me interesé por preguntarle más a fondo sobre El Egipcio y su actividad, pero Yasmani se negó rotundamente con la excusa de que ya había tenido suficientes problemas con haberlo conocido. Solo se limitó a «soltar» algunos datos menores o información ya publicada en algunas revistas norteamericanas y europeas que lo mencionaban al iraní como un «jugador» importante y oscuro.


     Ese día, en aquella cafetería al borde de la carretera, me despedí, no sin antes darle mi confianza y seriedad en el tratamiento del tema surgido de una hora de diálogo. Si bien, no todos los negocios ilegales en la frontera los controlaba Yasmani, este aún conservaba el poder para autorizar, o no, los tráficos por las rutas clandestinas. Su liderazgo en una estructura organizada de personas que trabajaban y notificaban movimientos comerciales extraños en la zona, era la forma de validarse como un «jugador» organizado, fiable y valioso. Él había sido, por azar, el primer contacto de El Egipcio Abasi Shariff, y por casualidad, el último contacto conmigo y con el medio periodístico que representaba.


     Dos semanas después de la entrevista en la cafetería, me enteraría que habían encontrado a Yasmani muerto en la ruta diecisiete. Su asesinato se dio —según algunas voces del submundo del tráfico ilegal—mientras pasaba ilegalmente algo que parecían diamantes camuflados entre el pelo de un rebaño de ovejas. Lamenté la noticia. Sin embargo, lo curioso del fin del hombre fue la peculiar marca en la escena del crimen que pude reconocer como una firma: Una cruz ansada hecha de pedazos de Coltán al lado del cuerpo desmembrado.


Escribe: DIEGO FIRMIANO*













*Escritor. Ensayista. Coleccionista de libros. Lector.

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