En memoria de Aldemar Solano Peña
- DIEGO FIRMIANO

- hace 4 días
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«El yo solo existe al ejercitarse contra una resistencia»
Julián Marías
Dos características sobresalieron en Aldemar Solano Peña: su olfato periodístico y su talento para crear historias. Porque él, nacido en Sesquilé-Cundinamarca, pero pereirano por adopción, fue un investigador que buscaba información profunda para escribir en los medios de comunicación donde laboró durante años y también para confeccionar pacientemente los libros que publicó en vida, ya que murió prematuramente el 12 de junio del 2025 después de batallar contra un cáncer que terminó venciéndolo. Vocación esta de informarse y narrar, de las cuales se enamoró a primera tinta mientras prestaba servicio militar en el Batallón de Ingenieros N° 18, en la sesión del S-2, entre 1995 y 1996 en Leticia, y confirmada en sus propias palabras: «Al participar exitosamente en la «Operación Carnero», entonces confirme [mi] vocación periodística».
¿Qué inspiró en el Amazonas a este joven de apenas 17 años mientras servía en una oficina de inteligencia estatal?, ¿por qué cambió la pólvora por la tinta? No lo sabemos, pero se intuye que deseaba narrar su entorno, tal como José Eustasio Rivera también había encontrado en la parte más verde de Colombia los personajes y los hechos que desembocaron en su exitosa novela La Vorágine. Es claro, entonces, que en aquellos años Aldemar Solano Peña quedó prendido del oficio de comunicar, de contar, de trabajar para el mundo del lenguaje, aunque antes de todo eso fue caricaturista y contador de historias en su colegio Simón Bolívar en Sesquilé a la edad de 10 años, tal como se registra en su primer cuento titulado: «El osito triste» que el mismo dibujó y que, además, llevó osadamente al teatro en 1988.
Luego de esta incursión vendrían otros escritos («El pingüino espacial»), y arrebatados guiones teatrales («El tesoro Covadonga», «Implicados», e «Interés: ¿cuánto vales»), hasta que ya en la edad adulta y en plena formación comienza a publicar libros de más envergadura mientras estudia radio, televisión y teatro en el Colegio Superior de Telecomunicaciones en Bogotá. Por eso decía ser bogotano, pero en realidad, este hijo del espíritu era de aquí y de allá, o del lugar donde manaran las historias que deseaba conocer y registrar. Y es acá, en esta etapa de madurez y experiencia, y con una clara conciencia de su destino, que escribe y publica obras literarias y periodísticas que lo visibilizan en el país, tales como: Dicen que en Sesquilé, Diario de la laguna de Guatavita, Historia Ilustrada de Sesquilé, Boleta de Captura, el fiasco de la fiscalía, La fama de las pereiranas y, por supuesto, Sofonías, el guardián de los muertos
Libro (este último) no exento de polémica en Pereira, porque hay más filosofía e historia entre sus páginas que datos comprobables, además que la familia del biografiado desmintió, o al menos trato de encubrir hechos acaecidos en la morgue antigua de la ciudad, que hoy siguen siendo leyenda popular. Sumado a otro título sin parangón e intempestivo, La fama de las pereiranas, una bomba documental lanzada en un pueblo que ya había des estigmatizado el flagelo femenino, pero que él quiso explorar yendo a los archivos históricos y a los registros culturales del departamento para entender el todo de la situación.

Pero estos dos polémicos títulos risaraldenses son la excepción a otros temas tratados por él, porque sus libros han sido clásicos del periodismo difíciles de conseguir en librerías y que, una vez hallados, constituyen trabajos juiciosos y singulares que deben leerse con el espíritu correcto, ya que la importancia escritural de Aldemar Solano Peña radica en el estilo que usó para mostrar personajes, situaciones e ideas de época. Eso sí, cribando asuntos estructurales que trataba con bisturí, y que causaron escándalo y sensación entre sus lectores, gracias a que acostumbraba a recabar datos ex formativos para contar el otro lado de los hechos con frescura y creatividad.
Así entonces, este sesquileño, y pereirano a fuerza de pluma, fue un espíritu libre, un caballo desbocado (si apelamos a una metáfora respetuosa), que, inquieto con la existencia tenía como máxima rectora la frase: «La vida es muy corta, solo hay una, y hay que vivirla como uno quiera». Pensamiento o regla de vida que no fue ni anarquismo ni existencialismo, sino el sello frontal de un librepensador, que sin nada que le atara o comprometiera, deseaba comprender el mundo, aunque eso no implicara dejarlo mejor de como lo encontró.
Aldemar Solano Peña abogaba por un periodismo independiente, de libre expresión, no atado a ninguna ideología, y enfatizaba en la importancia de la escritura experimental. Un hombre al que le interesaban seriamente las ideas olvidadas y los hechos de relevancia e interés cultural. Conocía los riesgos de escribir en presente y sobre gente viva, además de las temáticas actuales de ciudad, y por eso fue un polemista que tenía una metralleta de argumentos para cada asunto y contra todo crítico alzado. De firme convicciones profesionales, incluso, riguroso en sus principios de investigar y escribir, se convirtió en un personaje incómodo para algunos, pues llamaba las cosas por su nombre, sin ambages, y eso le granjeó enemistades, aunque también simpatizó con muchas personas que veían en él una voz autorizada para denunciar, criticar, gracias al dato concreto y la idea ajustada.
Sea dicho en su honor y carácter, no temía ni a Dios ni al Diablo, y por eso su muerte tomó por sorpresa al establecimiento cultural de Pereira (y del país), ya que, como buen estoico, decidió morir silenciosamente y sin tanta parafernalia, calmado y satisfecho por la intensidad de su corta vida (47 años) en una clínica de la ciudad. Previo a la noticia de su deceso, era curioso verlo viajar por América (el Caribe y Sudamérica), incluso por África, Europa y Asia con su amiga, la japonesa Naoko Okamoto. Actividades foráneas fuesen por trabajo o por ocio que disfrutaba, como si presagiara la señal del signo final y que, sin pretensión, publicaba en sus redes sociales, conversaba en las tertulias y cafés, y exponía envueltas en un tema entre las librerías.

Porque fue un asiduo visitante de librerías. Allí podían verlo buscando joyas literarias, como intentando hallar pepitas de oro en un maizal entero. Entre sus lecturas y autores se cuentan Cabeza de Turco escrito por Günter Wallraff, de quien decía, «era un maniático del trabajo de campo». También gustaba por alguna razón del periodismo gonzo de Hunter S. Thompson; además de un apasionado por escritores que entraban poco a poco en Risaralda como Egon Erwin Kisch, J.M. Servin, y Ryszard Kapunscinsky, y otros. En fin, no fueron sus únicas referencias de lectura, pero sí las materias que lo hicieron un hombre de cultura amplia y ecléctica, y todo eso sumado fue su apuesta por cultivar su espíritu.
Así, sus oficios de periodista, cineasta, locutor y escritor que lo identificaban, fueron su objetivo en la vida y a los cuales se avocó con profesionalidad y profusión, dándoles una lealtad ciega a esas disciplinas. Poco le importaba otras cosas, aunque eso sí, no perdía de vista el contacto con el otro, es decir, con las personas que, según él, tenían «todas las historias del mundo». Solo se conoce una incursión en la esfera política, cuando fue jefe de prensa de dos campañas electorales en Pereira, de donde salió ileso y con senda experiencia sobre la naturaleza amañada del poder. Fuera de eso, su pasión por aprovechar el tiempo y documentar el suelo que pisaba, fue la señal de un alma hecha con letras de abecedario, y un testimonio de gratitud por los lugares que lo acogían.
Finalmente, y ante su muerte, quedaron en su ideario tres libros por desarrollar, uno sobre Perú y el conflicto entre dos países por un barco, El Huáscar, el famoso buque blindado capturado por los chilenos en la famosa «Guerra del Pacífico»; otro ambientado en África, pues había trabado amistad en Malta con un egipcio que aseguraba, su padre conoció al legendario László Almásy y sus aventuras como espía nazi en el desierto; y una crónica local acerca de un curioso personaje pereirano llamado Jorge Enrique García Quintero, un mecánico (hoy, y todavía vivo) que compartió en los años 70 cárcel con Nelson Mandela en Sudáfrica, trabajado con Aristóteles Onassis en sus astilleros, y recorrido 80 países del mundo como marinero sin puerto.
Historias que no verían la luz a causa de su prematuro deceso, acontecido un año después de ser participar como extra en la película Gladiador II filmada por Ridley Scott en la Isla de Malta en el Mediterráneo, y ante el cual demostró ser un epicúreo fiel, pues en su último libro Sofonías, el guardián de los muertos, dijo con claridad «…Nada seremos después de la muerte como nada fuimos antes del nacimiento» y en otra página expresó con deseo sincero, como si fuera un ruego a la existencia «Ojalá a mí me toque pasar a sus brazos (de la muerte) directo de los de Morfeo antes de que me abrace la vejez para no tener que acudir al té de Sócrates».
Fini.
Escribe: DIEGO FIRMIANO*

*Escritor. Ensayista. Coleccionista de libros. Lector.








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