Mejor regreso donde he sido feliz, donde la gente camina con sus coloridos y festivos trajes, donde practican la bondad, la justicia, la contemplación, la pausa, el respeto a las “personas otras”, donde la gente no tiene prisa, y sonríe. Mejor regreso al verdor y brillo ensortijado de una tarde, en la quietud de los árboles. Regreso al jardín a recoger pétalos y hojas secas, para que me atraviese la luz y el viento agite mis brazos.
A veces surge el llanto ¿Estoy sufriendo? ¿estoy inmerso en un presente difícil?, me pregunto, o es un simple arrebato. No me reconozco en un mismo estado emocional durante mucho tiempo. Un mismo instante me permite muchas formas de observar, entender, sentir y reconocerme.
Allá gente arropada en su mismidad, sin el intercambio de miradas, la tristeza brota por los cristales y se disuelve entre las nubes. Flores muchas flores para disimular el desencanto de la frágil mentira; de la costumbre de respirar en la ausencia de los otros, los ojos fijos, dilapidados en la pantalla del teléfono.
No te acerques, pequeño monstruo desadaptado, dice alguien quien se expresa desconcertado y de manera inconexa, mi escucha es entrecortada, sin lograr identificar si se dirige a una persona o a un animal.
Suéltame, me haces daño.
No tardes ¡amor!
Todo está vacío. Debe ser a causa de la guerra.
Los malabaristas de la pólvora se desintegran entre gemidos y naufragios
Olor a sangre, mares de sangre
Alaridos, gritos ensordecedores.
Pero no me resigno.
¿Qué me impide vivir alegremente en este fulgor insondable del fantasma que soy?
Sin duda querer hablar y no tener interlocutores. Sin verbos para decidir, sin conciliábulos, sin latidos, sin fatalidad, sin tristeza para ansiar la felicidad. Sin voz, ni notas sincopadas. Sin equívocos, dudas, ni extravíos. Sin la comida, el abrazo, los libros, la mirada, la ternura, la rosa, el viento, el agua, el círculo de la palabra, la danza, y las acciones virtuosas. Sin el fuego y el vino. Sin el reto de vencer un obstáculo, de aprender algo nuevo, de ser útil. Sin días de sexo y miel. Sólo días asexuados, lánguidos, eternos. Y arrastrar la culpa de no haber sabido vivir.
Emanuel Swedenborg, científico, matemático, astrónomo, pero sobre todo un gran místico, quien vivió entre el siglo XVI y el siglo XVII, según lo relata Borges afirma que: “Cuando alguien muere no se da cuenta que ha muerto, ya que todo lo que lo rodea es igual. Se encuentra en su casa, lo visitan sus amigos, recorre las calles de su ciudad, no piensa que ha muerto; pero luego empieza a notar algo. Al principio lo alegra y lo alarma después; todo en el otro mundo es más vívido, hay más luz, más colores”.
Prendido en la incertidumbre de no tener un cuerpo, reclino la cabeza, la apoyo contra la almohada, y muy suavemente se desvanece la idea de estar muerto. Vuelvo a la placidez con mi imaginación, al perfume del amanecer. Cuánta felicidad hemos albergado en nuestros corazones, que en fracción de segundos se puede tornar en trágica desilusión.
Es preciso volver a dibujar la alegría, aún en los actos repetitivos que ciñen la existencia, aún en la reiteración, no conviene dejarse opacar por el desdén, hay que procurarse honrados, y fecundos.
Escribe: ALEIDA TABARES MONTES*
*Actriz. Directora del Laboratorio Teatral la Metáfora.
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