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Arcón Cultural

Paisajes de la tragicomedia


Es medio día. Salgo en busca de almuerzo. Me detengo con asombro en un puente metálico que atraviesa la avenida. La gente sale de sus oficinas. Gestualidades chaplinescas.


Corbatines, medias veladas, pulcritud. “¡Oh! ¡Limpieza! ¡Sí! para un mundo cagado de horror”. Venga mañana. Lo estamos pensando aún. Confíe en nosotros. Ese proyecto es nuestro. En cada esquina alguien entrega papeles, vende, roba, nadie ve. La ciudad cruje, come, crepita, camina, brama. Más allá van a estafar a alguien. Atiborramiento, caos. ¡Gana más dinero independiente! ¡Vende por catálogo! ¡Manuales para suicidas! No piense, hágase rico. Nos vemos luego. Más nunca. Cada quien busca su pedazo de futuro, o lo arrebata de un manotazo y corre para saciar el hambre y la miseria del momento. Show del apaleamiento de una pobre mujer que llora. Alambradas de púa. Gritos de la jauría sorda. Cada quien hala de aquí, hala de allá. Y así se rompe lo que cada quien espera para sí: Fut-Uro. ¿Quieren saber dónde queda, el Fut-Uro? Exactamente detrás del culo de cada quien, como el perro que mea, muerde la cola y hace un remolino flamenco en el espacio. Dándole vuelta a la hilacha y se fueron para siempre.


—Hola, Miguel Iragorri, ¿como van las cosas? —preguntó uno de mis colegas.

—¡Ah, bien!

No pueden ir peor en este hacinamiento de cubos de basura, cimentado en un delirante individualismo. Y cantar con Artaud: “grotescos cancerberos, hediondos conciliábulos”. Escribo en mi libreta. Intento concluir el artículo, que debo entregar al día siguiente.


Se me anuda la conciencia cuando pienso en ¡Van Gogh! Cómo dibuja y sincretiza el sufrimiento humano, sumergido en la tarea con la firmeza, la paciencia, el amor y la pasión del que sabe lo que busca. Poco le importó que lo admirasen. Quería nuestra complicidad para estar presente en el dibujo de cada minuto. Se agota el dinero, durante una semana ha tomado café y pan. Solo quiere ver sus cuadros en los marcos. Aun viviendo en la miseria, siente una música calma y pura, un impulso irresistible para crear. Pero la máquina despótica del capital no le perdonó la vida al hechicero del color.


—¿Y la máquina social?

—¿Dónde estaban sus cuerpos?

—¡Ah!, pues flagelándose.

—¿Y las mujeres bellas que amó y pintó?

—A ellas tampoco le importaron tus resonancias de iluminado. De genialidad.


Es imposible pensar en el dinero sin cavilar en los suicidados de la sociedad. Esquizoides, utópicos, fracasados, que toda la vida salen a batallar, ¿verdad, don Quijote?


Gracias, gracias. Gracias, amado Van Gogh, por tus centelleos de rocío; por esos cristales de lila desafiante y tus inmensas extensiones de trigo después de la lluvia. Gracias, suicidado, por esa neblina decapitada que se deshace con la verdad tempestuosa de un sol a medio día. Tendremos que cruzar este estallido luchando sin concesiones, desde una subversión a fondo, desdeñando los subterfugios del nihilismo y la fragmentación, entregándonos sin vacilación; un solo hombre, una sola mujer, todo es la suma de todo, todo se comunica con todo, un poco más humildes, acaso también más puros. Firme e inocente la mirada, elevando el nivel de nuestras aspiraciones. Un volver a armonizarnos traspasando la opacidad de las sombras. Hölderlin nos devuelve con sus marejadas eternas un deseo incesante: “Hay mucho que defender, hay que ser fieles”.


Tales son mis elucubraciones sobre los suicidados de la sociedad y el valor del dinero, mientras se instala la asamblea de teatro. Hablan las funcionarias, expertas en gestión cultural. Pues hay que decirlo: “Toda la asamblea estaba presidida por mujeres”. ¡Cómo le habría fascinado a Aristófanes!, el autor de La asamblea de las mujeres.


—Lamentamos que haya más demanda, que oferta —dice una de ellas.

Pido la palabra. Trato de ser muy discreto, dada mi investidura de escritor, dramaturgo y director de teatro.

—Llevo treinta años resistiendo orgullosamente, haciendo teatro todos los días. Pero son muy farragosos los mecanismos de licitación. Bla. Bla. Bla. Bla. Bla. Bla. —Así concluye mi perorata.

Hay que decirlo con gracia, aparece el infaltable delirante. Otro suicidado de la sociedad, que vocifera, rasgándose las vestiduras, rascándose las llagas del resentimiento y la amargura, con su voz entrecortada dice:

—¿Y la pensión? ¿Dónde está la salud y el trabajo digno para los artistas? ¿Dónde estaban ustedes? ¡Señoras!


Se refiere a las doctoras muy bien puestas, con sus caras de manzanas prohibidas, bien alimentadas, perfumadas, refinadas, convenientes, buenos salarios, muy merecidos, no faltaba más.


Se arma el zafarrancho Ese hombre humillado está pidiendo lo que nos es negado. Ese hombre dice la verdad. El Estado nunca ha estado. Como sucede con los y las comediantes, aparece una mujer descollante. Taliana Balcázar, actriz de teatro, de televisión, bailarina, filósofa, según dijo. La sorpresa fue que contuvo la insurrección con una serenata: “Tú me acostumbraste a todas esas cosas”. “Espérame en el cielo corazón”. La atractiva mujer, dueña sin duda de una prodigiosa voz, apacigua los ánimos del insumiso hombre, que en aquel instante encarna todas las violencias, surgidas de esta guerra. Extiende una invitación a unirse al sindicato de actores, directores, artistas. Iniciativa esta, sobre todo de actores y actrices de la farándula.


—¡No era para menos! ¡Aquí nos tratan a todos a las patadas! —le digo a otro director, que está a mi lado.

—Pero no es el tono —me responde.

¡Qué risa! ¡Me río del tono! ¡Me río del tacto! ¡No estoy intacto! ¡Estoy estupefacto!¡Me muero del enigma! ¡Del concepto!¡Del impacto! ¡Estoy intacto! ¡Oh! ¡La cultura! ¿A quién le importa la cultura? ¿Para qué es la cultura? ¿Qué es la cultura? ¡Oh! ¡Sí, la cultura! Una patada soberana en el culo y ya estamos de súbito al otro lado. Escribo en mi libreta; pero callo y en ese silencio cobarde, me uno al coro de Ismene, que no quiere enterrar a su hermano.


*Directora Laboratorio Teatral la Metáfora.

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