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Perplejidad y fascinación


Después de leer la novela “La niña perdida, de Elena Ferrante” vuelve a suceder esa suerte de embrujo.   Hace muchos años, Los mandarines de Simone de Beauvoir me causó un sentimiento análogo. Quedar tendida en el sillón, absorta, sumida en la mudez y la estupefacción, y a la vez una urgencia de seguir dentro de la historia, en convivencia y diálogo con sus personajes, que me atravesaron con sus grietas y epifanías.


El elogio de la amistad entre dos mujeres durante cincuenta años. Una escritora, los intríngulis del oficio, la amiga que apenas estudió hasta quinto de primaria, pero es quien se desborda en “inspiración” hasta el resquebrajamiento, hasta el fondo de la desesperación y la locura. “Normalmente me bastaba media frase de Lila y mi cerebro reconocía su aura, se activaba…” “Le atribuí a Lila una especie de vista aguda, se la atribuiría durante toda la vida, y no veía nada de malo en ello. Me decía”.


Giran sus corazones, sin interludios, con la entrega, la capacidad para mezclarse en la ternura, el despropósito, el esfuerzo y la ferocidad de la convivencia. La necesidad del impulso, la puesta en marcha de la escritura, el asombro que genera Lila en su amiga develándole a su hija menor mientras hace de nodriza, los esplendores y miserias de Nápoles, ”donde todo era maravilloso y todo se volvía gris y descabellado y todo volvía a resplandecer, como cuando una nube va corriendo y tapa el sol y parece que sea el sol el que huye…”.


La escuela, la muñeca de trapo, la familia, los amigos, la desaparición de una niña, la crianza, el delirio, la biblioteca. Traficantes, Intrigas, combates, encuentros. Pliegues de lealtad y desamor, las rugosidades del erotismo. Conspiración, militancia, traición, poder. El barrio. La ciudad.  Nápoles  “Ah, que ciudad le decía Lila a mi hija, aquí está el Vesubio que todos los días te recuerda que la más grande empresa de los hombres poderosos, la obra más espléndida, en segundos, el fuego, el terremoto, las cenizas y la muerte la pueden dejar en nada”.


Y en uno de sus tantos giros y arrobamientos, el lente de la narradora me transporta por asociación a una calle del barrio la Candelaria en Bogotá donde hay un edificio que era un antiguo centro de tortura, y sucedía que al pasar por allí me atrapaba un frío que se esparcía en el aire y dolía. Cierro los ojos, la crueldad sigue escarbando como una bestia. ¡Hay que exorcizarla! para que esta violencia cíclica de guerra encapsulada no nos gane.  Aunque nos distraigan con sus cortesanas de micrófono, y quieran pasar la página, así no más, sin verdad, ni rendición, ni redención. Laberintos ignominiosos, mismas heridas. “…Yo creía que antes en esta zona llamada Piazza di Carbonara o el Carbonero, había carbón, había carboneros. Pero no. Ahí tiraban las inmundicias, a los animales muertos y después los cadáveres para triturarlos” En mi hermoso y atribulado país también llevan los muertos a la escombrera para pulverizarlos como en la carbonara.


Querer seguir enmarañada en la perplejidad y fascinación de esas 529 páginas. Retroceder. Prolongar el espíritu de los personajes en especial Lila, con su personalidad apasionada, fatigada, desgarrada, hilarante. Llegar al inevitable fin, como si fuese a quedar en la oscuridad, como cuando el pabilo de la vela está a punto de extinguirse. Relato envolvente. Idilio, iluminación y revelación, es eso y mucho más “La niña perdida de Elena Ferrante”.


Escribe: ALEIDA TABARES MONTES*


*Actriz. Directora del Laboratorio Teatral la Metáfora.

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