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Arcón Cultural

Probóscide o la lengua de la mariposa



«El amor y el deseo son las alas del espíritu de las grandes hazañas»

Goethe


Ella nos recibe con una amplia sonrisa y eso demuestra, si no la grandeza, el estado de su corazón. Es la mujer de ojos claros que tiene tanto para decir, y que nos ha invitado a su casa, al templo de su intimidad, donde conocemos parcialmente su vida, sus pinturas, la arquitectura de espíritu. Es generosa. Llegamos junto al escritor de Marsella y una pequeña poeta en ciernes. Los tres nos perdemos en la ruta, pero perderse es parte del viaje. Es claro.


     Una vez ahí, la poeta tantea todo y quiere convertir sus impresiones en versos. Viene con sus expectativas en modo aprehensión. Al entrar en aquel lugar, y al conocer a la mujer anfitriona, comprueba algo revelador: no existe el tiempo donde habita la belleza. La poeta queda absorta contemplando las figuras azules, mates, y tonos pastel que estampan las paredes de su casa. Pero no solo eso, también los libros, la música, el jardín, el perfume del espacio. El ambiente se torna especial. Lo compruebo yo mismo, aunque callo y guardo la impresión como una postal. Eso hago.


     Luego surge la historia de las mariposas. Es asombrosa cuando sale narrada por su boca. En ese instante pienso en la lengua de la mariposa, en la probóscide; recuerdo la paciencia que se necesita para ver la metamorfosis de un insecto, y me sorprende que, de la muerte, de la planta venenosa con la que se alimentan los lepidópteros, salga una vida alada tan hermosa y multicolor. La mujer de ojos claros, que parece una pequeña francesa, nos da una lección. Nos enseña que hay dos cosas que embellecen a una persona: tiempo y curiosidad. Es un principio griego, una verdad que se experimenta con disposición y que convierte lo plural en singular. Escuchamos dispuestos.


     Es real, como sugiera la poeta que nos acompaña, que el tiempo allí no corre y eso inmortaliza el momento. Percibir esto requiere sensibilidad, estar ahí sin estar, sentir sin racionalizar la impresión. En un parpadeo ya estamos en la cocina, en ese espacio burgués integrado en el siglo XIX, donde inesperadamente salen perfumes del Mediterráneo en el aceite de oliva, del África, en los plátanos, del Caribe, en los camarones, de España, en el vino. Se cuece todo en la sazón de las palabras, las cucharas y las anécdotas.


     ¿Es acaso la alegría del mesón o esa filosofía del gusto lo que convierte un instante claro, diáfano, en algo agradable para el cuerpo y el alma? Hablar y cocinar es la norma, es parte de las impresiones que recogemos y el juego en el que participamos. Si creemos que cada día es un nuevo ciclo, una vida consumida, este momento es diferente. Claro, ningún día podría ser igual a otro. De eso se trata el «Carpe Diem» horaciano. El clima que nos arropa promete calor sin cumplir por ahora. Esperamos.


     Escuchar a la mujer de los ojos claros es agradable. Se sienten ondas vibratorias en su semblante, como si creyera en algo más fuerte que ella, como si reverenciara una verdad inmensa. Sus palabras tienen un eco que dibuja y testimonian sobre su vida: sus primeras luchas contra la religión y el Estado, la realidad de su independencia como mujer, los incesantes trabajos y los días, la devoción a su familia cercana. Hay un asunto que quiere salir, y dejarlo fluir es parte de la vida. Ella rasga el silencio.


     El escritor de Marsella lo certifica todo. Sabe que ella es lo que hizo y lo que cree. Es un hombre entrado en años, es la vida misma en la experiencia sufrida, es un maestro. Cada libro que ha escrito es una radiografía de su época y de su contexto. Él y la mujer de los ojos claros hablaban de poesía desde jóvenes. Lo sabemos ahora, y por eso cobra sentido el corroborar que la amistad es el único sello que distingue a los pensadores, a los artistas, a las personas sensibles al arte. Se conocen previamente, y eso ya es mucho, pues un reencuentro es un renacimiento en cualquier lugar donde se dé. Sucede.


     El diálogo en la cocina es vertiginoso, cálido, y pasamos a la mesa. Allí compartimos un ágape especial, como en los tiempos de Sócrates, de Jesús, de Hipatia, de Giordano Bruno. Entre copas y sabores, ahí en el centro, se habla de sexo, de amor, de libros, de los derechos de ellas. Escucho y opino, y también compruebo, como fui enseñado por mis maestros, que es mejor escuchar, es decir, mirar por los oídos. La tarde es un telón hermoso que se abre, un decorado de fondo hecho por algún artista. El clima ha cumplido su promesa: no llueve. Ese paisaje pintoresco ahora es parte de todos y se queda impreso como un sello caliente en el espíritu. Ahí está.


     El tema en la mesa concluye: somos seres primitivos con tecnología; hombres y mujeres que buscan su identidad en un mundo ávido de cambiar para sobrevivir so pena de anquilosarse en sus costumbres. La mujer de los ojos claros tiene una causa y eso la enorgullece aún más. Es su verdad. No importa la edad, ni el estado del alma, ni las vejaciones del tiempo, hay una razón para seguir existiendo y eso es bueno. Soy sincero, me gusta su fuego, su forma de ver las cosas, su compromiso con la vida, su cocina. Siento, al escucharla, que nada le ha sido fácil, y por eso su existencia tiene un sentido. Ella hace historia y no sé si lo sabe.  La tarde muere y volvemos a nuestra realidad, el escritor de Marsella a su nueva casa, la poeta a sus creaciones, y yo, a sumergirme en los nuevos libros que componen mi anti biblioteca. Termina el día.


Escribe: DIEGO FIRMIANO*















*Escritor. Ensayista. Coleccionista de libros. Lector.

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