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Arcón Cultural

Segunda visita de Lizzie a Breton


Escribe: CARLOS ALBERTO AGUDELO ARCILA


LA CENA


Lizzie Rodríguez Quispe, en la revista peruana AZULSI nro. 4, primer bimestre de 1948, nos narra su segunda visita al escritor, poeta y ensayista André Breton en París:

Vengo de una región norteña de la costa peruana, con un clima de 35 °C, durante la mayor parte del año. Por el contrario, esta ciudad europea en noviembre y diciembre tiene una temperatura entre 5 °C y 11 °C, contraste extremo. Mi segunda visita a Breton, se estableció para las 9 a.m. llegué puntual, toqué la puerta, él mismo abrió, lo advertí pensativo, de todas maneras me recibió con entusiasmo, le sonreí, tenía en su mano izquierda un pocillo lleno de vapor, me saludó: Salut Lizzie, ça va? je vais bien, merci, contesté. Breton me brindó un café allongé. Sin decir nada fue hasta su biblioteca, al regresar me entregó la revista abierta Littérature, fundada por él junto con Louis Aragon y Philippe Soupault, señaló su publicación del primer Manifiesto surrealista, por cerca de tres minutos se quedó en total mutismo, empecé a leer este texto básico para lograr comprender el desarrollo real del pensamiento sin prejuicios estéticos ni morales, de un momento a otro susurró: “luego lo lee”, permaneció unos momentos serio, de repente liberó su lenguaje insólito, idioma reservado a personas de una percepción única: “Ciérrele puertas y ventanas al mar que amenaza la gota azul”, “Dios olfatea dinosaurios antes de entrar al restaurante”, “Partículas de rocío iluminan rostros de cadáveres”, “Desde el Norte, después de trescientos cuarenta y cinco kilómetros de viaje, miles de árboles retornan al Sur, lo hacen apoltronados en la ventanilla del bus”, “El resucitado pulveriza los matices más amados por él en su primera vida”, “A la sombra de sí mismo el moralista le reprende al rojo tonos de expresión sensual”, “Gracias masturbación por el hijo que no nació ayer ”, dejó de hablar, observó la hora en el reloj de la pared, en estos instantes sentí que quería escapar de sus reflexiones oníricas, me explicó de su génisis como escritor en 1920 al escribir con Philippe Soulpault Los campos magnéticos, dijo: “es una escritura excedida, aquí la lógica no tiene sentido alguno” se ensimismo de nuevo y como si estuviera haciendo una confesión existencial comentó: “Cincuenta y dos años de la vida intruso en este caparazón de nombre André Breton”. Se abrigó con una gabardina adecuada para esta época de otoño, “Son las 12, vamos a un restaurante” expresó, me sentí turbada, al salir de su casa me cogió del brazo, empezó a contarme que había trabajado como médico en hospitales psiquiátricos durante la I guerra mundial, habló de su inauguración de la galería Gradiva en la calle de Seine, en 1937, de su viaje a México en 1938 donde conoció a León Trotsky y a Diego Rivera, de su amistad con la veinteañera Leonora Carrington en tiempos de exilio en Nueva York, la que incluyó en su Antología del humor negro. Volvió a callar, era un hombre de intervalos cuando desarrollaba una plática, por lo menos así actuaba conmigo, palpó su frente y exclamó: “Deja en la víspera de un domingo el cerebro que puedas hallar en alguna almeja”, solté una risotada, varios transeúntes me miraron con socarronería, quizá por mi algazara rústica, tal vez porque en esos instantes me colocaba mi gorro con orejeras, o quizá por mi chamarra en cuya parte de adelante y en los puños van adornos con cintas de colores, botones y cuentas de vidrio, a lo mejor por mi faldón brillante y figuras geométricas, en capas de tonos mixtos, por mis ojotas o zapatos hechos de neumático de camión, o por mi cabello con trenzas decoradas. Breton clavó sus ojos en los míos y como si estuviera dando un golpe de desquite a mi risa tosca, ya sabía de mi creencia en un ser omnipotente, repuso: “Mordisquea a Dios, no rechaces el gusano de la guayaba”, volvió a callar por un rato. Atravesamos la Rue Gaillon, miramos de reojo un elegante restaurante, sonreímos, seguimos a paso lento, se acercó a mi oído y comentó: “Satisface tus deseos libidinosos, antes de ponerle bolsillo a tu camisa” lo sentí irónico. Encontramos un lugar agradable para comer, André me recomendó un Boeuf Bourguignon, solo cuando sirvieron el plato supe que se trataba de carne de ternera estofada en vino tinto, él pidió Pot-au-feu es decir cocido de buey con verduras, también nos trajeron queso acompañado de lechuga, tarta de manzana y un vino blanco espumoso, al terminar Breton arrugo la servilleta, le pregunté qué simbolizaba este acto, contestó: “quiere expresar que se está satisfecho con la comida” “¿usted no?”, arrugué mi servilleta, sonrió.


*Periodista, columnista y poeta del departamento del Quindío.

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