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Arcón Cultural

Bienvenidos a donde nunca pasa nada


Un sitio donde verdaderamente "nunca pasa nada".


Pasa inadvertido para muchos de quienes viajan por las carreteras del centro de Boyacá.


Es tan pequeño que los ladrones no se atreven a visitarlo porque no hay a quién robar. A las diez de la mañana no se ve a nadie en la plaza principal. Quien llega por primera vez puede sentirse en el centro de un pueblo fantasma. Hay siete policías. El patrullero Miguel Celi asegura que hay tan poca gente que en buena parte del día el único movimiento por las siete calles y siete carreras es el de ellos en sus motos.

(Esta historia hace parte del especial Pueblos Insólitos, el cual fue publicado en el 2017. En la actualidad, según el censo del 2018, en Busbanzá viven 903 personas y sigue siendo el municipio menos habitado del país).



Aunque el censo del 2005 se dijo que había 885 habitantes, los agentes aseguran que no más de 350 personas viven en las apenas 194 casas. Por eso es el municipio menos poblado del país. Y quizás uno de los más chicos, pues el área urbana es de apenas cinco kilómetros cuadrados. Apenas un poco más grande que el parque Simón Bolívar de Bogotá.

Con la zona rural, su área total es de 22,5 kilómetros cuadrados. Sin embargo, es más grande que Sabaneta (Antioquia), cuya extensión es de solo 15 kilómetros cuadrados.


En Busbanzá todo funciona como debe ser. Ciro Torres, propietario de una de las tiendas del poblado, cuestiona el dicho de “pueblo chico, infierno grande”. Si eso fuera cierto, dice, el municipio habría estallado en llamas hace rato.


Cuando se llega a Busbanzá, que queda entre Duitama y Sogamoso, a 30 minutos en carro, se ven más casas abandonadas –a punto de caerse por la maleza que se las traga– que las habitadas.

Casco urbano del municipio.


Un arco inmenso es lo primero que se ve a la entrada del pueblo. Hay tres pequeñas viviendas rodeadas de cultivos de maíz, plantaciones que sirven para su propio alimento.


Esa calle principal, que nunca vivirá un trancón porque raramente pasan carros, conduce a la plaza central. A comparación de otros pueblos boyacenses no tiene una estatua del libertador Simón Bolívar. Al parque lo adornan enormes laberintos de arbustos, que parecen despistar a los turistas dominicales que llegan a pedirle favores a Santa Lucía, patrona del pueblo, a quien le atribuyen poderes para mejorar la visión.


Allí son pocos los que usan gafas. A muchos les sorprende que el padre Julio Aquileo, que supera los 75 años, pueda leer el evangelio todos los domingos sin necesidad de lentes.



En dos de las cuatro esquinas están las únicas tiendas del poblado y al frente de una de ellas pasa cada hora un bus con destino a Sogamoso, que con frecuencia no tiene a quien recoger y sigue de largo. A una cuadra de la iglesia de San Nicolás queda el pequeño centro de salud y, como no hay droguería, a ese lugar llega hasta la persona que tenga dolor de cabeza.


El centro de salud es reducido. Solo hay una enfermera y se conserva la tradición de las llamadas parteras, pues no hay médicos especialistas.

Si algo prima en Busbanzá, es el aspecto colonial y el silencio permanente.


Dos calles arriba del centro de salud está el colegio. Como la cantidad de estudiantes es mínima, las clases son personalizadas. En todos los grados hay 120 alumnos. En cada curso hay 12 personas. Algunos padres prefieren enviar a los niños a colegios de Duitama o Sogamoso.


Así le pasó a Rodolfo Torres, celebridad del pueblo, quien compitió como líder del Team Colombia en la Vuelta a España. El ciclista entrena a diario por las pendientes de Boyacá y cuando llega al municipio es de las pocas veces que sale gente a la plaza central.


Los niños que acaban la escuela coinciden con el arribo del deportista y corren detrás de Torres, mientras él les pregunta a cada uno de sus pupilos cómo van los entrenamientos. Los jóvenes sueñan con ser ciclistas. Rodolfo relata que eran pocas las travesuras que un niño podía hacer. Lleno de polvo por el entrenamiento de ese día, bromea con que tener dos novias en Busbanzá es difícil.



“No se podía conseguir una en esta esquina y otra a la vuelta, no hay para escoger dos. Nunca hay un secreto de que yo anduviera con una o con otra porque todo siempre se va a saber”.

La única amenaza que temen los pobladores es la que ellos mismos cuentan con orgullo: “Acá no se mete la guerrilla porque los meten en chismes”.


Una de las que se resguarda de esos cuentos es Luisa Albarracín, que pasa los días en su finca a mil metros del casco urbano paseando sus ovejas y a la espera de que sea domingo para ir a la iglesia. Cuenta que el peligro que merodea por los pocos rincones del municipio no es otro que el chisme, que rápidamente llega a oídos de todos.


"Gloriosa" vista de la iglesia municipal.


En el pueblo pueden ser tan chismosos que hoy nadie se atreve a hacerse cargo de una infidelidad. El suceso más recordado en este sentido acaeció hace más de 30 años. Desde entonces el municipio se volvió un lugar al que pocas cosas le quitan la tranquilidad.


Como Luisa Albarracín, la mayoría de personas solo van a la plaza central los domingos a misa.


Luisa, que desde las seis de la mañana trabaja en el pastoreo de ovejas, cuenta, mientras enrolla lana, que los vecinos quedaron anonadados cuando corrió el rumor de que “doña Bernarda” se enamoró de su sobrino Martín. Recuerda que se ennoviaron y se comprometieron. “Eso pasó en Busbanzá. Yo no sé si en otras partes pasa eso, pero hasta tuvieron un hijo. El chino les salió buena gente”.


En el poblado no hay robos ni disparos ni mucho menos asesinatos. En la estación de Policía, diagonal al colegio, y que además es el último edificio del pueblo, es todo un acontecimiento cuando se detiene a alguien, y cuando sucede se trata de algún visitante de un sector aledaño al municipio que se pasa de tragos.



Los policías recorren por horas las calles pavimentadas, sin huecos, y nunca encuentran algo que altere el orden; no suena ni un pito de un carro que irrumpa en el espacio de paz que se vive allí. Los patrulleros creen que estar ahí es un premio, no hay peligro que los aceche. Del último homicidio ni siquiera hay registros, todos los años la lista de reportes queda vacía.


Busbanzá es de los pocos poblados del país donde las autoridades no deben preocuparse por ir a los bares a hacer registros o evitar peleas, pues no los hay. Lo más cercano es un karaoke, que se llena con 10 personas y lo abren cada 15 días. El negocio queda a tres cuadras de la entrada al cerro de las cruces, contiguo a la estación de Policía.

Desde ese cerro se puede ver con facilidad cada una de las calles y observar lo desolado que es. Es tal la tranquilidad del pueblo que muchos pensionados compran tierras en las veredas para retirarse de las ciudades y una vez al mes bajan al poblado a hacer diligencias al Banco Agrario, la única entidad financiera y que está a la vuelta de la alcaldía.


Las elecciones


Ni siquiera la jornada electoral suele ser un gran acontecimiento.


A las once de la mañana, el huésped del pueblo es el silencio. La única alma que aparece por ahí para ir a la tienda de Ciro Torres es el alcalde Ómar Vargas, quien para combatir el frío se toma un tinto y él mismo va por una canasta de almojábanas para compartir con quienes están en la tienda viendo alguna competencia deportiva que transmitan por televisión.


Muy pocas personas se pueden ver un día normal en las calles principales de Busbanzá.


No es la única cosa que hace Vargas, también contesta directamente, sin necesidad de secretaria, a los periodistas que suelen llamar a pocos municipios.


La tienda, donde hay un par de mesas y un afiche de los equipos de fútbol del departamento, solo se llena los domingos después de misa o cuando juega la Selección Colombia. Eso sí, Ciro no se queja de las ventas porque cuando hay un fin de semana con festivo se pueden vender hasta 25 canastas de cerveza.



Al mediodía, el alcalde sale a caminar por el pueblo, donde conoce el nombre y apellido de cada uno de los habitantes, y es que para ganar las elecciones le tocó visitar todas las casas. “A mí me tocó ir vivienda a vivienda a contarles mi propuesta; acá no funciona ninguna otra forma, incluso decidí hacer la campaña persona a persona, eso no es como antes que el padre de la familia dice por quién votar y todos hacen caso, ahora se pueden voltear”, bromea.


En Busbanzá poco serviría utilizar las redes sociales para hacer política, como se acostumbra ahora porque, aunque hay internet, la mayoría no cuenta con el servicio y solo funciona la señal de una empresa de telefonía móvil. El alcalde Vargas ganó las elecciones con solo 320 votos, la misma cantidad de personas que caben en un bus normal de TransMilenio sin apreturas. Si el alcalde llevara cine a quienes votaron por él, sobrarían 180 sillas en una sala bogotana grande.



Sólo faltaría patentar el dicho: "Más silencioso que cementerio en Busbanzá".


En la otra esquina de la plaza está la única empresa del pueblo, donde laboran 15 personas y es la única fuente de empleo diferente a la Alcaldía, cuyos cargos suman otros 15. Fabio Gómez, dueño de la empresa de calzado, quien vivió muchos años en Bogotá decidió volver porque su sueño era montar un negocio en el municipio.


Fabio quería ayudar a sus paisanos a prosperar, porque sabe que en Busbanzá hay cada día menos gente por falta de trabajo. Uno de los problemas más grandes que encuentra al vivir allí es la falta de hamburguesas, una comida que conseguía en cada esquina y a cualquier hora en Bogotá. En el pueblo no hay quien la venda; no hay ni restaurantes ni hoteles: “Para conseguir una hamburguesa hay que hacerla uno mismo, imagínese eso”, dice.


La hamburguesa es solo una de las cosas que no se consiguen en el pueblo, tampoco hay peluquerías ni donde hacer mercado. Los busbanzeños recurren a comprar víveres que no llegan al municipio en sectores cercanos, y cuando hacen las compras aprovechan para cortarse el pelo o comer una buena hamburguesa, en el caso de Fabio.




La única diversión quebró por fiar. Las tres mesas de billar que tenía el negocio las arrumaron en la empresa de calzado. Tampoco hay canchas de tejo.


Al anochecer, dos hombres, con un burro y dos canecas, recogen la escasa basura del día. Siguen su recorrido al parque infantil, dos calles arriba de la empresa, donde no hay papeles que levantar ni niños columpiándose. Se diría que no es el viento el que mueve los juegos, sino una de las 238 almas que reposan en las tumbas del viejo cementerio.


Fuente: DIARIO EL TIEMPO

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