William Wallace, el indomable héroe escocés, traicionado por su amigo y compañero de armas Sir John de Menteith, llevado con engaños hasta el castillo de Carslile, y encerrado en una mazmorra, comprende que su vida y su cruzada llegan al ocaso
Custodiado y atado, lo llevan a Londres: un asfixiante viaje de diecisiete días sin más alimento que pan y agua.
Empieza el juicio. Cargo: alta traición. Se defiende: "Es falso, porque nunca juré lealtad al rey inglés". Inútil.
Porque la condena, la ejecución y el bestial destino de su cuerpo estaban pactados de antemano, y hasta el último detalle truculento.
Ese mismo día, 23 de agosto de 1305, atado por los pies a dos caballos y envuelto su cuerpo en una piel de animal para que permaneciera intacto –el resto llegaría más tarde– lo arrastran por las calles de Londres a lo largo de seis kilómetros…, mientras una multitud lo apedrea. Y así llega a Smithfield, la capital del patíbulo.
Lo ahorcan rápidamente y por poco tiempo. No para que muera: sólo para un desmayo. Lo descuelgan. Le cortan los genitales. Lo destripan.
Batalla de el puente de Stirling, un durísimo golpe al avasallante
dominio de lo ingleses en esa indómita y salvaje región
Le cortan la cabeza, clavada en una pica en el Puente de Londres. Pero no es el fin del horror: cortados sus pies y sus manos, son mandados a distintas y extremas comarcas inglesas. Por último, en Alberdeen, donde llegó el pie izquierdo, entierran lo que queda del cuerpo.
Créase o no, ese atroz modo de pena de muerte inventado por los normandos no cesó… ¡hasta el siglo XVIII! ¿Cuál fue el crimen de William Wallace? Luchar por la independencia de su patria, Escocia, sublevándose contra la Corona y el reinado de Eduardo I, "el piernas largas".
¿Quién era el "lowlander"?
Su historia, algo vaga y diluida por la imprecisión propia de aquellos remotos tiempos, llegó hasta tiempos más modernos a través de un poeta del fines del siglo XV: Harry el Ciego.
Según la investigación de Harry, Wallace nació el 3 de abril de 1270 en Elderlise, costa suroeste de Escocia, aunque parece que por sus venas corría sangre galesa.
No era un highlander sino un lowlander: hombre de las tierras bajas.
Como no era primogénito –sin derecho a herencia– se acercó a la iglesia. A la escuela de su tío, eclesiástico, cerca de Stirling –nombre clave en su historia–, y allí aprendió inglés y latín.
De vuelta a su aldea se casó con Marian Braidfoot, que le dio una hija: Elizabeth.
A pesar de que la película Braveheart (Corazón valiente), de 1995, escrita, dirigida y por Mel Gibson, lo señala como un campesino, era hijo. Cuenta la leyenda que Marian fue asesinada por un sheriff local, y que el crimen hizo explotar la rebelión de Wallace contra Inglaterra y Eduardo I.
Apodado "El Zanquilargo" (Longshanks), este cruel monarca
hizo de la opresión una constante
de avasallamiento al
pueblo escocés
Pero no hay registro de tal suceso: Marian murió antes de que se desataran las batallas.
El contexto: la pugna por el trono de Escocia, que Eduardo I quería para su hijo, y la oposición armada de Wallace. Que, armado de su famosa –y hoy histórica– de más de un metro y medio entre hoja y empuñadura, libró varias escaramuzas en su comarca.
¿Por qué una espada tan larga? Porque Wallace, a diferencia de Mel Gibson, era un gigantón de dos metros de alto, y brazos fuertes como aspas de molino…
Encarcelado, huyó, reunió a campesinos y artesanos, los convirtió en más que aceptables guerreros, y avanzó hasta Stirling, donde libraría su más famosa batalla.
Pero sus primeras acciones, harto de la opresión inglesa, dolorido por la muerte de su padre y el destierro de su madre, se lanzó al pillaje –en el juicio fue acusado de ladrón–, avanzó con su puñado de hombres (apenas cincuenta…) hasta Loudun Hill, el castillo del caballero inglés Fennwick, asesino de su padre, y cargó contra los doscientos soldados que custodiaban el lugar.
Failkirk, el comienzo del fin. La batalla se perdió gracias al pago de sobornos a algunos nobles del sufrido país
La Corona puso precio a su cabeza. Como el Robin Hood de la leyenda, se refugió con su escuadrón en el bosque de Ettrick, y con tácticas guerrilleras causó muchas bajas inglesas…
Lucha desigual pero victoriosa: mataron a más de la mitad… incluido Fennwick. Mientras tanto, un complejo ajedrez político estaba en marcha…
En 1290, Escocia cayó en una profunda crisis por la muerte de Margaret I, la única hija legítima del ya muerto rey Alejandro III. Al principio, Margaret fue reconocida por Eduardo I: En sus planes estaba casar a con su hijo para lograr la unificación con Escocia. Pero su muerte desató una dura disputa por la sucesión entre varias familias de nobles escoceses.
En ese momento, un Consejo de esos personajes hacía las veces de rey…
Una vez preso, compareció ante un tribunal amañado, el juicio fue una verdadera farsa y el veredicto, establecido de antemano.
La disputa entre nobles tuvo dos apellidos dominantes: los Bruce y los Bailleul.
Pero a río revuelto, ganancia de un pescador: Eduardo I, que invadió Escocia, se apoderó de sus instituciones, promulgó el edicto de Expulsión de los Judíos, excluyó a los Bruce y a los Bailleul… y ocupó las tierras de William Wallace: ¡su casa!
La mecha del polvorín estaba encendida...
En mayo de 1297, Wallace y su ejército entran por primera vez en combate franco. Ataca la Torre de Lanark, asesina al sheriff inglés… y el 11 de septiembre (hace 720 años) emprende el gran combate: la Batalla del Puente Stirling.
Las tropas escocesas, de apenas 2.300 hombres, baten a los ingleses: un ejército de 300 caballeros pesados (con armaduras) y 10 mil de infantería ligera. Choque especialmente cruel, ya que el Puente de Stirling, muy angosto, apenas dejaba pasar cuatro o cinco jinetes por vez…
Vencedor, Wallace es nombrado Guardián de Escocia. Y, envalentonado, manda a su tropa a conquistar York, la mayor ciudad del norte de Inglaterra, y altamente estratégica para la Corona. El primer día de abril de 1298, los ingleses al mando del rey Eduardo I y las huestes de Wallace se enfrentan en la batalla de Falkirk.
Mel Gibson hizo popular para el mundo la historia de William Wallace en el film que dirigió, "Corazón Valente" ("Braveheart"), de 1998, pero el único detalle era que el auténtico nunca se pintaba de celeste… ni de ningún color.
Allí, Wallace estrena un arma secreta: los schiltroms, soldados con lanzas de dos metros para detener las cargas de caballería… inspiradas en las falanges de Alejandro Magno (356 a 323 Antes de Cristo). Lo lograron al principio, pero después entraron en acción los temibles Arqueros de Gales, de tiro largo y excepcional puntería, y aplastaron a los escoceses…
Final
Ejecución de Sir William Wallace
Wallace, fugitivo y oculto, eludió a sus perseguidores durante siete años, hasta el 5 de agosto de 1305. Pero no pudo evitar el bárbaro final.
Como última voluntad pidió que su corazón fuera llevado a Tierra Santa. Pero en el camino, los custodios escoceses fueron capturados en España tras un choque contra los musulmanes.
Muhammed IV, rey nazarí de Granada, al saber que era el corazón de Wallace, lo envió a Alfonso XI de España, que finalmente lo devolvió a Escocia. Está en la Abadía de Melrose.
Como suele suceder, en la película hay transgresiones históricas que violan la historia real en aras del espectáculo.
Por ejemplo, William Wallace no se pintaba la cara de azul, como Mel Gibson. Era una costumbre de los pictos, pueblo que habitó Escocia en tiempos de la invasión romana.
Pero eso no invalida la épica. Estremece a la platea en la ardiente oscuridad. Y la pantalla de plata es la verdadera reina de la historia.
Película
Estatua del héroe
en Aberdeen (Escocia)
Salí de ver Corazón valiente con la certeza de que era una de las películas más importantes de los últimos años (de los últimos tres, digo ahora, remontándome a Drácula y Los imperdonables).
No había de por medio una cavilada operación intelectual ni sesudas comparaciones. Sí el arrebato emocional en que me había sumido el film al cabo de zarandearme por varios llantos. Un arrebato que, como corresponde a las grandes obras, hizo techo a unos cuantos minutos de acabada la proyección.
La desbocada identificación, en este caso, me decía que mi cara, mi pobre y barato rostro, lucía idéntico ensimismamiento al de Mel Gibson en su papel de William Wallace, el inflamado paladín de Corazón valiente, que también dirigió. Yo quería matar un inglés, que me arrojaran flechas, conquistar a una reina en ciernes y –humano soy– comerme unas papas fritas.
Si hay una clave para todo esto es la dignidad que contagia Corazón valiente, y el optimismo que surge al constatar esa dignidad. No es la dignidad de utilería que administran los demagogos con una finalidad comercial que se huele a la legua, ni el optimismo de los happy endings.
Memorial levantado en su honor
Es una dignidad brutal, infalible, que es necesario descubrir, y en cuyo descubrimiento muchas veces se nos van las décadas. Ella aparece a dos puntas en Corazón valiente: como la razón profunda de todas las emociones que irradian las imágenes, y como una frase que, con pequeñas variantes, repite Wallace a todos los pusilánimes que se le cruzan y, en especial, a los que son íntegros y valientes pero pasan por un trance de debilidad moral.
"Todos vamos a morir", les dice, "pero no todos podremos decir que hemos vivido". William Wallace es un plebeyo del siglo XIII que comanda a sus congéneres, escoceses ellos, y a otros pueblos subyugados en una insurrección contra la corona inglesa.
Las cabezas ruedan por doquier y durante años no hay medias tintas que coarten el ímpetu guerrero en la comarca. Esa dignidad modélica, en este fin de siglo de degradación social sin límites (quién dijo que la humillación generalizada no es tan acuciante como las penurias económicas de la desocupación), es la primera fuente de fascinación que ofrecen los tiempos de Wallace a los presentes.
Dramáticamente, la película es una sólida sucesión de rituales trágicos. Lo es el asesinato de la flamante esposa de Wallace por los ingleses, que desencadena la transformación del hombre en Héroe, y también la confianza de Wallace en los nobles escoceses que lo traicionan una y otra vez: marca la fe ciega del joven que creció soñando con un hogar en paz, no preparándose para la política.
Espada de William Wallace
La puesta en escena del primer acto del nuevo Wallace –degollar al inglés que degolló a su amada– es esa misma tragedia llevada al purismo cinematográfico.
Wallace sale a matar, y en barra, sin que un solo párrafo obre de justificación verbal, ni hacia sus amigos ni hacia el espectador.
Los lugartenientes del protagonista, que comienzan a serlo en ese mismo instante, brotan como hongos, cada cual por su lado y sin recibir ninguna orden.
La relación de la princesa inglesa con Wallace es otro rito trágico: lo admira, lo ama y hasta traiciona a su propio ejército en íntimas confidencias, pero lo hace desde el abismo que instala entre ambos su condición de futura reina.
La filiación social de los traidores, a su turno, se impone sobre el respeto que les inspira Wallace, en un determinismo que viene a cerrarse oportunamente con el febril arranque –dramático de pura cepa– de Robert de Bruce en el epílogo.
Trágica, finalmente, es la invulnerabilidad de Wallace en todos los cuerpo a cuerpo, ya que no descansa en ingenuas habilidades "creíbles" (Costner como Robin Hood), sino en una impía superioridad de carácter (Eastwood como William Munny) que es el más noble de los ganchos para la identificación del espectador "común".
Crítica cinematográfica: Guillermo Ravaschino
Fuente: NATIONAL GEOGRAPHIC
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