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Atril Literario. Invitado: LEONARDO MARÍN

POEMA

por MARCOS ROGELIO RUBIO LÓPEZ (MÉXICO)


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Con la bella bendición

de Dios Divino de Amor,

profundo sea nuestro despertar al nuevo día,

paz serena al interior.


Soltemos nuestros deseos

mundanos de distracción,

y sintamos en el Alma

el gozo y liberación.


"La vida es un reto

 de lucha hasta el final."


EL ADIÓS

por YANINA MARÍA CERIANI


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Golondrinas

Me saludan

A la distancia

Se van

En la quietud

De la noche

Las veo volar

Las despido

Sonrío

Fingiendo

Pensando en cuán amarga

Seré sin ellas

Les digo adiós

Porque ya mañana

Por la noche

Sabré que no estarán


EL LECHO VACÍO

por XIMENA GAUTIER GREVE


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Allí me quedé sentada

mirando tu lecho vacío.

Fue hacia el fin de la noche.la luna rodaba caliente

de tu amor hacia mis senos.

Pero llegaron esos hombres gritando, arrasando con todo.

De mis brazos en pasión

te arrojaron a la calle.

Los increpé, corrí con tu abrigo.

Ya te empujaban cuesta abajo

entre las burlas secas y el frío.

Yo suplico con desvarío

tus ojos dulces cruzan los míos…

El café quedó servido.

Ahí me quedé desnuda

mirando tu lecho vacío…

 


PARA LLEGAR A PUERTO

por: DIEGO ALEXANDER VÉLEZ QUIROZ



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Casi he llegado a puerto.

Después de un largo viaje,

de navegar sin rumbo, sin cartas y sin brújula,

hoy he visto de nuevo la orilla que me aguarda.Llego sin tripulantes.

Soy solo yo, capitán y vigía de mi nave cansada,

esta nave que un día, un día ya remoto,

se dio a la mar con ansias

de embriagarse del mundo

y vagar con las olas

en aguas cuyo nombre

no ha sido pronunciado (secretamente,

tenía la certeza de que incluso las olas,

un día con buen viento,

llegan hasta la costa).

Casi he llegado a puerto,

tan solo me hace falta fijar el rumbo exacto,

encontrar un motivo y echar por fin las anclas.

Tan solo necesito una palabra,

para llegar a puerto una palabra,

dime tu nombre, esa palabra exacta,y mi navío,

te lo prometo, se anclará cada noche en tu orilla,

en tu cuerpo.Tan solo necesito una palabra,

para llegar a puerto una palabra,

Dime tu nombre.

 

POEMA 2

por EMMA DELLY MARULANDA 


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Mientras la respiración fluye

Las manos sudan y el vientre arde,

El corazón se rompe

Se dilata

Se desgarra

Se entregan las pupilas a la piel,

Las yemas de los dedos se unen a la espalda,

La fragancia que emerge en la habitación,

excita e incita a la pasión

Arde el cuarto en fuego esta

Los pies se contraen

Y los labios muerdo.

 


POLIPENSANTE

por ALEXÁNDER GRANADA RESTREPO, "MATU SALEM"


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Estoy muy contento

de que Dios sea Dios

y de que yo un cualquiera,

pues, por nada

estaría dispuesto

a lidiar con esta humanidad-contaminadora y pendenciera-,

que ya desea habitar otros mundos,

como si en el propio

no se bastara

ni cupiera.


HIELO

por KARLA JAZMÍN ARANGO 


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La boca del cielo repleta de hielo ruge entre destellos de luz.

El verbo paralizado se precipita.

 La tierra abre sus brazos de par en par ante la inminencia de la colisión.

 El agua cristalizada rebota contra la superficie antes de empezar a derretirse.

Adentro, las semillas se sacuden y se entregan gozosas a la celebración del origen.

 ¡Choque de naturalezas! ¡Fiesta de elementos!

 El viento abraza el encuentro entre la tierra y el agua.

 El fuego sonríe dentro de la palabra que nace.

 

VOLUPTUOSIDADES

por HERNÁN MALLAMA ROUX 


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Estoy justamente en el ángulo

donde observo tu vértice congrumental

y gélido manantial donde sacio mi sed.

Estoy justamente ahí,

dónde el perfume de tu rosa genitals

e esparce…

Y penetro en ti, y entonces…Siento correr la sangre sobre el cauce de mis venas

y todo en mí no me pertenece.

Todo, todo lo que es

ha dejado de ser, ya no habita mas

en este cuerpo, tan pequeño… tan pequeño…ya no somos tu y yo

ahora somos nosotros

nos fundimos y estremecemos,

ya no somos más,nuestros labios han saboreado

el néctar prohibido…

Todo, todo lo que esha dejado de ser, ya no habita más

en este cuerpo, tan pequeño… 

Tan pequeño…


PARA TI MI VERSO

por ADELA GUERRERO COLLAZOS*


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Desde siempre

me habitas

como la vida en las entrañas

de un beso

silencio de cerbatana

en el bosque

sé de Ti

Tú me vives

sin palabras

sin razones

descanso en tu palma de armonías ondulación de agua.

Alabanza

Los salmos se esparcen

por la arboleda

todo se enciende

al paso de las luciérnagas,

por entre los misterios de la oscuridad

los himnos de sus alas

conjuran incertidumbres.

Salmo y nocheluz y cantoRisa y calmaAlabanza


FULGOR

por LEONARDO FAVIO MARÍN*


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      “Si alguna vez fui bello y fui bueno

   fue enredado en tu cuello y tus senos”.

    De una canción de SERRAT


es solo un instante solo uno

no es posible otra oportunidad no hay forma no es posible

no lo es y si no ocurre será por siempre el vacío eterno

ni antes ni después es solo el momento preciso

lo demás es infinito nada arena cósmica

nada en lo absoluto hielo en los besos fingidos holográficos

neblina en la mirada mentida tropiezo en los pasos inventados


solo un instante

la magia es tan fugaz 

encanto de tu presencia

solo un punto de eternidad lo demás

                                                                        nada

vacío absoluto memoria disuelta en los pasos 

de la montonera

el mar fulgor irremediable y tus ojos

sonrisa que no encuentro instante en el caos del tedio

punto fijo desde tu silencio desde tus ojos 

desde tu vacío absoluto

lo demás es infinito nada

                                        nada

                                                                       holografía del tedio


*Nació en 1970. Es un poeta, cuentista y ensayista. En sus actividades culturales ha dirigido talleres de creación en escritura literaria. Fue director del proyecto cultural comunitario La Escuadra Cultura Viva en Pereira con actividades plásticas, musicales y literarias. Ha recibido reconocimientos como el Premio de poesía Coodelmar 2010. Mención Especial de Poesía I Certamen Internacional Chincal 2018 Buenos Aires. Sus poemas aparecieron en la Antología de poesía del Festival de Cine de Bogotá La Vida es Bella, bajo la dirección de Editorial Escarabajo (Eduardo Bechara Navratilova). Sus poemas aparecieron también en la Antología de poesía Latinoamericana de la Editorial Búho Negro de Tijuana, México. Mención de Honor y segundo puesto en el Internacional Literature Contest, Pied a terre: “The World we live in” 2019 con su cuento El poeta no está. Finalista también en el premio Internacional de cuento Pedro Zarco 2019, Madrid, España, con su cuento Te Espero esta noche en el Tranvía. Hace parte de la Antología de poetas pereiranos de la colección La Chambrana del Instituto de Cultura de Pereira 2019. Medalla Lucy Tejada 2024 por su trabajo literario en Pereira.

En la actualidad trabaja en el proyecto “video-poema: la poesía es imagen”, bajo la dirección de Emmanuel Marin Escudero. Autor de Libros como La balada del agua que canta, Memoria de las palabras, Versos entre paréntesis.




VIDEOS


DECLAMACIÓN

Johana Rodríguez



ART RAYADISMO

Alexander Vélez González




DIABÓLICA

Mc -Tian



TALENTO DE HIERRO

Jhon Fitzgerald



1° Festival Universal del Libro y las Letras 2020

Alba Luz Cano Zapata





CUENTOS, ENSAYOS Y PROSA POÉTICA



EL ÚLTIMO OFICIO DE KAFKA

por UMBERTO SENEGAL


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Dos sucesos reales relacionados el primero con el mundo literario y el segundo con el entorno de la pintura, me conmueven desde cuando los conocí. Al discurrir en torno a las emociones y sentimientos que me despiertan, germinan imágenes, pensamientos y emociones contrapuestos sobre los protagonistas de ambos eventos y respecto a mí. Pero solo hablaré aquí, de uno: el último oficio de Franz Kafka.


Franz Kafka es el personaje del primero. Más preciso: la figura central es una niña llorando inconsolable en el lugar por donde al atardecer caminan el tuberculoso escritor y su última compañera, la joven polaca Dora Diamant, socialista y actriz, quien tenía 25 años y Kafka 40. En septiembre, convivieron en Berlín compartiendo extensas conversaciones sobre literatura yídica. Sucedió en el parque Steglitz, de Berlín, un año antes de fallecer Franz. Durante el asedio del ejército alemán a Stalingrado, el protagonista del segundo suceso es un solitario e imaginativo anciano. Este hombre trabajaba como guía en el museo del Hermitage. Un evento ocurre en 1923 y el otro en 1941. Independientes entre sí, ambos incidentes me provocan recóndita melancolía.


Me acongojo al visualizar a yerba amarga caminando en frágil estado de salud por el parque Steglitz. Steglitz, es una localidad alemana del distrito de Steglitz-Zehlendorf al suroeste de Berlín. Este narrador que, conjuntamente con sus cuentos y novelas exprimió su alma también con el género epistolar al redactar en un tenaz acto de confesión biográfica y de creatividad literaria decenas de cartas a Felice, a Milena y Ottla, ahora se sobrecoge con una niña que llora inconsolable la pérdida de su muñeca.


Durante 21 días, Kafka, posponiendo otras tareas, restándole tiempo a sus lecturas, interrumpiendo sus conversaciones sobre literatura yídica con Dora, en particular sobre las recopilaciones de tkhines u oraciones particulares que no forman parte de la liturgia, escritas por mujeres como Sara Bas-Toyvim y Sarah Rebekah Rachel Leah Horowitz, ambas del siglo XVIII; encendiendo trémulo la luz durante la noche al despertar con alguna convincente idea asediándolo para la carta que al día siguiente, cartero eficiente, entregaría por sí mismo a la anónima niña; sobreponiéndose a sus dolencias físicas, decide escribirle y entregarle día tras día sin faltar uno solo, las cartas enviadas por la muñeca.


Esto le asegura Kafka a esa desconocida niña, cuyo llanto aleja a las palomas y despierta la curiosidad de algunos pocos peatones que pasan junto a la sólida banca de cemento donde hay cuatro personas: tres mujeres y un hombre con rostro laxo en cuya mirada aflora una forma de escritura, entre lo infantil y lo absurdo, que no había ensayado en ninguno de sus libros. Sobre el enternecedor tema, el fecundo escritor barcelonés Jordi Sierra i Fabra, autor de más de 527 libros, escribió La muñeca viajera, poética novela breve de la cual no resisto incluir aquí el comienzo, para quien desee integrarse también a esta historia del último año de vida de Kafka:


“Los paseos por el parque Steglitz eran balsámicos.

Y las mañanas, tan dulces…


Parejas prematuras, parejas ancladas en el tiempo, parejas que aún no sabían que eran parejas, ancianos y ancianas con sus manos llenas de historias y sus arrugas llenas de pasado buscando los triángulos de sol, soldados engalanados de prestancia, criadas de impoluto uniforme, institutrices con niños y niñas pulcramente vestidos, matrimonios con sus hijos recién nacidos, matrimonios con sus sueños recién gastados, solteros y solteras de miradas esquivas, solteros y solteras de miradas procaces, guardias, jardineros, vendedores…


El parque Steglitz rezumaba vida en los albores del verano.


Un regalo.


Y Franz Kafka la absorbía, como una esponja, viajando con sus ojos, arrebatando energías con el alma, persiguiendo sonrisas entre los árboles. Él también era uno más entre tantos, solitario, con sus pasos perdidos bajo el manto de la mañana. Su mente volaba libre de espaldas al tiempo, que allí se mecía con la languidez de la calma y se columpiaba alegre en el corazón de los paseantes.


Aquel silencio…

Roto tan sólo por los juegos de los niños, las voces maternas de llamada, reclamo y advertencia, las palabras sosegadas de los más próximos y poco más.


Aquel silencio…

El llanto de la niña, fuerte, convulso, repentino, hizo que Franz Kafka se detuviera.

Estaba muy cerca de él, a pocos pasos, y no había nadie más a su alrededor. No se trataba, pues, de una disputa entre pequeños, ni de un castigo de la madre, ni siquiera de un accidente, porque la niña no tenía signos de haberse caído.


Lloraba de pie, desconsolada, tan angustiada que parecía reunir en su rostro todos los pesares y las congojas del mundo.

Franz Kafka miró arriba y abajo.

Nadie reparaba en la niña.

Estaba sola”.


Allí en el parque Steglitz con su madre o con su abuela, tal vez con alguna niñera. No se sabe. No lo menciona la historia. La muñeca en realidad se fue de viaje, le dijo Franz a la niña. No está perdida su muñeca, le aseguró Franz, tratando de ser lo más convincente posible para no despertarle temor. La niña deja de gemir y observa la palidez del rostro de ese hombre y el bruno cabello corto y enmarañado de la mujer que le acompaña. No la hurtaron. Quién querría robarse una muñeca de trapo. No te abandonó, asegura Franz a la niña que ahora lo escucha con una ligera sonrisa en sus labios. Se fue de viaje y me encomendó entregarte las cartas que te enviará.


Un largo viaje, le previene Kafka, pero soy el cartero y tengo la tarea de entregarte las cartas que te enviará. La conforta el novelista mientras Dora pone su mano sobre la cabeza de la niña. El autor de Contemplación, cumpliendo cabal el último oficio de su vida, cartero de la muñeca andarina, consuma su tierna tarea antes de morir. Le entregó a la niña 21 cartas reales, escritas a mano. Todas perdidas. Solo nos queda la historia. En su novela Brooklyn Follies, el escritor norteamericano Paul Auster relata esto, sobre tal evento:


 «Estamos en el último año de la vida de Kafka, que se ha enamorado de Dora Diamant, una chica polaca de diecinueve o veinte años de familia hasídica que se ha fugado de casa y ahora vive en Berlín. Tiene la mitad de años que él, pero es quien le infunde valor para salir de Praga, algo que Kafka desea hacer desde hace mucho, y se convierte en la primera y única mujer con quien Kafka vivirá jamás. Llega a Berlín en el otoño de 1923 y muere la primavera siguiente, pero esos últimos meses son probablemente los más felices de su vida. A pesar de su deteriorada salud. A pesar de las condiciones sociales de Berlín: escasez de alimentos, disturbios políticos, la peor inflación de la historia de Alemania. Pese a ser plenamente consciente de que tiene los días contados.


Todas las tardes Kafka sale a dar un paseo por el parque. La mayoría de las veces, Dora lo acompaña. Un día, se encuentra con una niña pequeña que está llorando a lágrima viva. Kafka le pregunta qué le ocurre, y ella contesta que ha perdido su muñeca. Él se pone inmediatamente a inventar un cuento para explicarle lo que ha pasado. “Tu muñeca ha salido de viaje”, le dice. “¿Y tú cómo lo sabes?”, le pregunta la niña. “Porque me ha escrito una carta”, responde Kafka. La niña parece recelosa. “¿Tienes ahí la carta?”, pregunta ella. “No, lo siento”, dice él, “me la he dejado en casa sin darme cuenta, pero mañana te la traigo.” Es tan persuasivo, que la niña ya no sabe qué pensar. ¿Es posible que ese hombre misterioso esté diciendo la verdad? Kafka vuelve inmediatamente a casa para escribir la carta. Se sienta frente al escritorio y Dora, que ve como se concentra en la tarea, observa la misma gravedad y tensión que cuando compone su propia obra. No es cuestión de defraudar a la niña. La situación requiere un verdadero trabajo literario, y está resuelto a hacerlo como es debido. Si se le ocurre una mentira bonita y convincente, podrá sustituir la muñeca perdida por una realidad diferente; falsa, quizá, pero verdadera en cierto modo y verosímil según las leyes de la ficción.


Al día siguiente, Kafka vuelve apresuradamente al parque con la carta. La niña lo está esperando, y como todavía no sabe leer, él se la lee en voz alta. La muñeca lo lamenta mucho, pero está harta de vivir con la misma gente todo el tiempo. Necesita salir y ver mundo, hacer nuevos amigos. No es que no quiera a la niña, pero le hace falta un cambio de aires y por tanto deben separarse durante una temporada. La muñeca promete entonces a la niña que le escribirá todos los días y la mantendrá al corriente de todas sus actividades.

Ahí es donde la historia empieza a llegarme al alma. Ya es increíble que Kafka se tomara la molestia de escribir aquella primera carta, pero ahora se compromete a escribir otra cada día, única y exclusivamente para consolar a la niña, que resulta ser una completa desconocida para él, una criatura que se encuentra casualmente una tarde en el parque.


¿Qué clase de persona hace una cosa así? Y cumple su compromiso durante tres semanas, Nathan. Tres semanas. Uno de los escritores más geniales que han existido jamás sacrificando su tiempo (su precioso tiempo que va menguando cada vez más) para redactar cartas imaginarias de una muñeca perdida. Dora dice que escribía cada frase prestando una tremenda atención al detalle, que la prosa era amena, precisa y absorbente.


En otras palabras, era su estilo característico, y a lo largo de tres semanas Kafka fue diariamente al parque a leer otra carta a la niña. La muñeca crece, va al colegio, conoce otra gente. Sigue dando a la niña garantías de su afecto, pero apunta a determinadas complicaciones que han surgido en su vida y hacen imposible su vuelta a casa. Poco a poco, Kafka va preparando a la niña para el momento en que la muñeca desaparezca de su vida por siempre jamás. Procura encontrar un final satisfactorio, pues teme que, si no lo consigue, el hechizo se rompa. Tras explorar diversas posibilidades, finalmente se decide a casar a la muñeca. Describe al joven del que se enamora, la fiesta de pedida, la boda en el campo, incluso la casa donde la muñeca vive ahora con su marido. Y entonces, en la última línea, la muñeca se despide de su antigua y querida amiga.


Para entonces, claro está, la niña ya no echa de menos a la muñeca. Kafka le ha dado otra cosa a cambio, y cuando concluyen estas tres semanas, las cartas la han aliviado de su desgracia. La niña tiene la historia para habitar un mundo imaginario, las penas de este mundo desaparecen. Mientras la historia sigue su curso, la realidad deja de existir”.


Franz Kafka en 1923, mientras reside una breve temporada en Berlín con su compañera y el gran amor del final de su vida, la judío-polaca Dora Diamant, desde septiembre hasta finales de noviembre, durante un recorrido por el citado parque se sobrecoge con una niña llorando porque perdió su muñeca. Con la tuberculosis en fase terminal, le conmueve el infantil drama. Consuela a la niña anunciándole lo ocurrido con su muñeca, “no se te perdió, se fue de viaje y soy el encargado de traer las cartas que va a enviarte durante su vagabundeo”, garantiza el enfermo mientras la niña cesa el llanto, observándole perpleja. En la biografía Dora Diamant, el último amor de Franz Kafka, (Barcelona, 2005) escrita por Khati Diamant -sin vínculos con aquella- se narra tan emotiva historia.


Treinta años después de fallecer el escritor, con el título deNotes inédites de Dora Dymant sur Kafka, en 1922, en la revista parisiense Evidences (1952, No. 28, págs. 38-42) Marthe Robert, traductora del escritor checo, comenta dicho suceso. Y es en la significativa obra de Kathi donde la encuentra el novelista Paul Auster realzándola en su novela atrás citada. Franz asumió con seriedad su novedosa función de cartero. Escribió constante y febril durante tres semanas una carta diaria para apaciguar a la niña, con quien estableció, ha firmes vínculos de afecto.


¿Se las entregaba en el parque? Tal vez, consciente de la gravedad de su salud, caminaba por aquel sector de Berlín, hasta la residencia de aquella y ejercía allí sus funciones de cartero de la errabunda muñeca. El resto de historia se pierde, para martirio de investigadores de la obra extraviada de Kafka y para complacencia de cuantos pretendan especular a partir de tal suceso. No fue contada. Dora nada expone sobre el contenido de aquellos insólitos textos del narrador checo.


Hoy por hoy, varios expertos buscan pistas de la niña, quien tendría cerca de 100 años si estuviese viva en algún lugar de Alemania o Europa. Si hubiera tenido algún hijo, este rondaría los 90 años. Filólogos alemanes reconocen la veracidad de tal correspondencia. Klaus Wagenbach, ha hecho inconcebibles pesquisas para encontrar las entrañables cartas de Kafka, escritor de literatura infantil, describiendo cuanto la muñeca narraba a la niña sobre sus viajes. ¿Qué imaginó este para su infantil lectora en el Berlín de aquellos años, donde la exagerada inflación elevó el costo de una libra de manteca a 6 millones de marcos? ¿Cuáles fueron sus temas y el estilo para consolarla? ¿Por cuáles pueblos, ciudades y paisajes deambuló la muñeca?


Concisas o extensas las cartas, nunca se sabrá. Tal vez conservaban la misma extensión de cuantas escribió a sus enamoradas y a su hermana. O acaso se extendió, hablando sobre la vida y la muerte, la necesidad de los desapegos para no sufrir. O tal vez sobre las partidas sin regreso… En algún momento para el moribundo escritor la muñeca pudo haber sido más real que la niña. O tal vez ambas, una carta tras otra, fueron desvaneciéndosele. Dora Diamand aseguró al filósofo Félix Weltsch: “Haber vivido con Franz un solo día significa más que toda su obra, que todos sus escritos”.


¿Parece irreal? También yo pensaba igual hasta verificar su autenticidad. Dio origen a la antedicha novela breve de Jordi Sierra i Fabra, Kafka y la muñeca viajera. “En una isla colombiana escribí el borrador”, confirma Sierra, igualmente sobrecogido con las connotaciones del drama. Esas cartas pudieron tener más fuerza emotiva que la Carta al padre. Cuando llega la taciturna anécdota a mi memoria, transcurro algún tiempo imaginando cuáles razones y consejos, cuáles argumentos puso Kafka en labios de la muñeca para devolver su alegría a la niña y crearle una sólida base de esperanza. ¿Esperó alguna respuesta de la niña? Si hubo cualquier nota por el estilo, Dora debió quemarla cuando desde su lecho de enfermo el escritor ordenó y supervisó la destrucción de varios cuadernos, por parte de la enamorada mujer.


Con dicha correspondencia, Kafka posiblemente llenaba vacíos de su niñez, su adolescencia o su madurez. Cada carta pudo insinuar, de alguna manera, el éxodo del cuentista hacia la muerte. ¿Sabría la niña ya mujer, quién fue el autor de esos manuscritos que recibía a diario? ¿En cuál dimensión dialogan ahora esa niña desconocida, su muñeca y Kafka, implicados para el tiempo y la historia, para la literatura, en un drama tan poético y desgarrador? De algo estoy seguro: si la muñeca regresó, no buscó a la niña en su casa. Ni volvió a su juguetero, sola o casada. Se dedicó a recorrer durante algún tiempo los barrios de Berlín, preguntando por el cartero. Circulan rumores de una anciana con aspecto de muñeca a quien ven llorar solitaria en una banca del parque Steglitz. Siempre a mediados de octubre, dicen los rumores. ¿Qué le sucede, señora? Se me perdió un escritor, responde. Esta es una de mis fuentes literarias de tristeza, capaz de ocasionarme desconocida alegría. Luego confesaré cuál es la otra…


(Publicado originalmente en el portal "ARRIERÍAS" y

transcripto por expresa voluntad del autor)


EL ÚLTIMO OFICIO DE KAFKA

por UMBERTO SENEGAL


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EL AMOR:

EL AMOR NO duele; lo que duele es el espejismo que hiciste con él. 

AMAMOS CON EL alma, pero facturamos con el ego. 

TU AMOR ERA como el mar: bello, profundo… y lleno de cadáveres. 

EL AMOR EXIGE sinceridad, pero sobrevive gracias a pequeñas mentiras bien contadas. 

TÚ NO ERAS un cuerpo: eras la metáfora donde quisequedarme a vivir. 

EL AMOR NO se explica: se arriesga, se rompe, y a veces… se canta.

ERAS MI SILENCIO favorito, hasta que comenzaste a hablar. 

CADA VEZ QUE amamos, firmamos un pacto con la incertidumbre. Y lo sellamos con esperanza. 

NADA REVELA TANTO el vértigo de existir como amar a alguien que también está perdido. 

EL AMOR NOS humaniza porque nos recuerda que no somos suficientes para nosotros mismos. 

ACARICIÉ TU SOMBRA. Lo demás era demasiado real. 

ALGUNOS BESOS SABEN a redención. Otros, a deudaimpagable.

Y:

PALABRA TRAS PALABRA escalo mi yo… y solo en la página en blanco soy absoluto. 

MIS DEMONIOS Y dioses ríen con sarcasmo supremoante el Dios de las religiones: tan serio, tan posible dentrode su propia nada… y con una agenda tan llena que ni Él se atreve a leerla.

SOÑAR ES EL único acto subversivo que no incomoda al poder… hasta que sueñas con cambiarlo.

EL INFIERNO MÁS elegante es una rutina con sonrisa.

TODO LO QUE escondes termina por mudarse a tu sombra.

HAY DÍAS QUE soy creyente. Sobre todo, cuando no entiendo nada. 

NO QUIERO RESPUESTAS. Ambiciono una pregunta que no me deje dormir.

NO HAY VERDAD absoluta, solo perspectivas heridas.

LA FE ES el arte de cerrar los ojos sin tropezar con uno mismo. 

HABLAR ES INTENTAR darle forma al caos interno.

EL ABSURDO ES la lógica de quien no se rinde. 

PENSAR LANZA DARDOS invisibles a un blancoficticio; el circo teme al caos imposible de fingir y el poder sonríe a la sumisión cómplice. 


(Publicado originalmente en el portal "EL QUINDIANO" y

transcripto por expresa voluntad del autor)


EL DETONANTE INVOLUNTARIO

por CARLOS ALBERTO RICCHETTI


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Era una sociedad dominada por la codicia y el egoísmo, donde los falsos criterios superaban al instinto del hambre o a los argumentos de la realidad efectiva. La libertad estaba supeditada a las conveniencias de un poder central omnímodo, arbitrario, destructor de cuanto quedaba de bueno, subvirtiéndolo como si se tratara de un crisol destinado a forjar seres humanos capaces de aceptar mentiras e injusticias.


Con tal de sobrevivir, apenas obtuve el título de químico, conseguí empleo en la sección de control de calidad de una importante fábrica. Allí supervisábamos materiales de distinta procedencia, aunque no dudaban en enviarnos a limpiar las cloacas cuando consideraban que no estábamos lo suficientemente ocupados.


Al mísero sueldo, a cambio de doce penosas horas desde las cuatro de la madrugada, se sumaba la desesperación de amarrar mis pensamientos, intentando no morir por la boca en medio de aquel narcoestado policial donde los obreros sonreían complacientes, brindando sobradas razones al verdugo de turno. Cuestionar, ser sincero o mostrar los dientes podía terminar con uno en la calle, privado del sustento diario, sin contar la posibilidad de endeudarse eternamente.


Estaba bajo las órdenes de Fabián Alcázar, un exsindicalista traidor que se autodenominaba “combativo” y estaba a punto de jubilarse. Hablaba poco, y menos aún de las luchas obreras que había entregado, aunque se atribuía el “salvataje” de las fuentes de trabajo a precio vil. Reacio en el trato con sus subordinados, a quienes miraba por encima del hombro mientras sonreía al personal jerárquico, este aprendiz de déspota gozaba de incontables privilegios, empezando por el de no asear. Sucio, descuidado, mal vestido, delegaba sus responsabilidades, seleccionando a los más grandes alcahuetes para que le sirvieran.


Los jefes lo toleraban porque les convenía. Ganaba apenas más que el resto, pero parecía sufrir de complejo de empresario emprendedor, trayendo malas noticias desde las reuniones de directorio, donde iba a menear la cola. Sin la fábrica, era difícil imaginar su vida, aunque adentro la mayoría lo odiara.


Me tenía entre ceja y ceja. Sentía la permanente condena tácita, la falta de intimidación, mis ojos delatando el abuso. Nada odia más un chismoso que al que se niega a hablar de los demás por tener una vida propia. Yo no me prestaba a llevarle cuentos, ni delaciones, ni a ser objeto de agradecimiento complaciente por favores despreciables.


En una ocasión intentó hacerse el amable. Me obligó, a propósito, a ir a escuchar la conversación de dos ejecutivos, so pretexto de realizar labores cerca de donde estaban. No tuve otra opción que obedecerlo. Al regresar, le mentí: le dije que habían hablado de cuestiones técnicas ajenas a mi comprensión, tras ausentarme casi dos horas. De algún modo, lo notó. Desde entonces, me encargaba las peores tareas, hacía comentarios desfavorables, buscaba la complicidad de los compañeros para burlarse de mí, empeorando el ambiente ya de por sí opresivo, insalubre, mugriento, lleno de polvo. A lo sumo, el excelente desempeño me salvaba del despido.


Cuando el maltrato arreciaba, pensaba en los beneficios del empleo: una estabilidad económica relativa, obra social—aunque desprovista de medicamentos—, la posibilidad de alquilar una casa en algún barrio popular y el rostro emotivo de mi novia, Emilia. Llevábamos un año juntos y pensaba pedirle que viniera a vivir conmigo si me quedaba efectivo. Tal vez costaría convencerla, debido a las convicciones religiosas de su iglesia, o quizá tendría que casarme si lo consideraba imprescindible.


Al mirar hacia atrás, me rompía la cabeza intentando imaginar cómo terminaría aquel presente pasmoso, repleto de esclavos voluntarios. Nadie tenía aspiraciones, salvo ver realities, concursos de canto, seguir el fútbol o romperse la cabeza con problemas ajenos antes que con los propios. Exiliados en su país natal, la distracción era la novedad circunstancial: el casamiento de la hija del carpintero, la muerte del abuelo Pepe, los escándalos de la farándula, la respuesta de Tal a Pascual, la caída de matones con apodos rimbombantes, y la infaltable mirada al norte, a la meca de la civilización.


Siempre me negué a tragar la píldora de ese sueño dorado e inalcanzable. Era un barril fecal impuesto, destinado a saciar los anhelos de realización individual de las mentes pobres. Para ellos, los excluidos, los postergados, los artistas, los dignos, los inconformes, sólo quedaba el consuelo de la abundancia ajena. Estaba seguro: el mundo debía estar al alcance de todos o no debía pertenecerle a nadie, mientras existiera una sola persona privada de aspiraciones mínimas, en una humanidad empeñada en derrochar recursos. Tal vez el tiempo, los cambios, las crecientes demandas, me darían la oportunidad de trabajar por eso. Mientras tanto, luchar solo era imposible, fútil. Apenas hablábamos entre amigos, lejos de los espacios públicos repletos de mediocres o cómplices felices de ver caer a los insobornables.


Estaba impaciente. Era sábado. Con el cansancio a cuestas, vería a Emilia más tarde. Saldríamos a tomar algo, quizás a bailar, en algún lugar que no chocara con sus convicciones. Hablamos por celular. Nos extrañábamos. Unas horas después, la llevaría a casa temprano. Quería dormir, aprovechar el domingo de franco, y descansar lo suficiente para combatir el reloj biológico, entrenado para despertarme al alba.


Después de asearme y comer algo, iría al café frente a la pollería. Luego volvería a hablar con Emilia para ver si deseaba que nos viéramos. El sol rajaba la tierra. El dueño del local encendió el ventilador del techo. Las calles estaban vacías. Mientras esperaba a mis amigos, intenté mitigar el tiempo viendo fútbol en la pantalla plana. Más tarde llamé a Emilia. No pudimos salir: debía entregar unos trabajos prácticos. Me permitió pasar a saludarla a la puerta. De ahí, derecho a la cama, para ponerme el arnés de burro al día siguiente, cuando Alcázar me haría trotar sin descanso.


Sonó la alarma a las tres de la mañana. Como un cohete, comencé a preparar el desayuno procurando no hacer ruido. Dos horas después, mi padre se levantaría para ir a trabajar a la obra en construcción. Mamá, a coser en casa de la vecina, tras llevar a mi hermano menor a la escuela. Vestido a toda prisa, me dispuse a hacer fila. El transporte público me aguardaba lleno de empujones y de miradas furtivas, apiñados entre cadenas invisibles, enriqueciendo con resignación a los causantes de su desgracia.


A bordo del semi articulado, a punto de estallar por la cantidad de pasajeros, me pregunté por qué la aversión al cine de terror, de suspenso o de ciencia ficción, si precisamente de eso se trataba el día a día. Los vampiros, chupando la sangre, excedían los límites del televisor, exigiendo la quita del pago de horas extras. Lo mismo los hombres lobo, presas de la maldición de despedazar la carne humana de cualquier infeliz ocasional, intentando asegurar la cuchara. Y entre ellos, los émulos del monstruo de Frankenstein: incapaces de mirarse al espejo sin horrorizarse, llenos de cicatrices abiertas o mal suturadas, descerebrados, siguiendo el crepitar de una cerilla sin reparar en lo que hay detrás o delante.


El ómnibus llegó con retraso y demoró en abrir las puertas. Cuando lo hizo, los pasajeros salieron disparados en todas direcciones como cucarachas invadidas por el fulgor de una linterna. El cielo amenazaba con lluvia. Corrí. Tropecé, caí sobre la acera. Recogí la mochila con mis pocas pertenencias. Las cinco cuadras de marcha forzada se volvieron eternas. En la puerta de la fábrica comprendí que había llegado tres minutos tarde, según el infalible dispositivo digital de la mesa de entrada. Otros compañeros, llegados por la misma ruta, estaban allí.


Nos hicieron pasar a una sala angosta. Ocupamos las sillas frente a la oficina de personal. Supuse que algo andaba mal cuando la secretaria del contador comenzó a llamar a cada uno. Pasé de último. Alcázar me miró con desprecio.


—¿Le parece bien llegar a esta hora, cuando se les pide que lleguen diez minutos antes? —esbozó, sin levantar la voz.

—Fue involuntario, señor. Tuvimos el mismo problema los que veníamos por la vía rápida.

—Eso no es problema mío, ni de la empresa. Es suyo. Acá tenemos.

—Por supuesto, señor. Pero fue inevitable. Si lo desea, puedo compensarlo de la forma que indique —intenté conciliar.

—A mí no me diga nada. Espabílese.

—Señor Alcázar…

—La próxima vez levántese a las dos o a la una. Me tiene sin cuidado, con tal de que no llegue tarde. Si no, ya sabe las consecuencias. Hay mucha gente esperando su lugar allá afuera. Firme aquí.

—¿Qué es esto?

—Menos Dios pregunta y perdona. Ahí. Sobre la línea de puntos.

Vinieron a mi mente las imágenes de la satisfacción familiar al entregar parte de mi primer sueldo, el rostro de Emilia regalándome el mejor beso del mundo a ojos cerrados, y la casita que había estado averiguando para ir a vivir. No quise objetar más.

—Lea allí —ordenó Alcázar, a punto de completar el trazo final.


Me costaba creer lo impreso en la parte superior de ese supuesto recibo:

“Por medio de la presente, reconozco haber incurrido en falta grave, siendo sujeto de sanción proporcional o despido inmediato, incluyendo un porcentaje del salario en calidad de multa, de acuerdo con las sanciones disciplinarias vigentes establecidas por los artículos 120 a 140, incisos 9 al 15 del estatuto interno de TraxQuímica S. A., y accesorias adicionales de la empresa subcontratista Uti Domesticis S. R. L.”


Estaba desconcertado. Pedí permiso para ir al baño. Lloré como pude en el menor tiempo posible, antes de retomar mis tareas. Alcázar, al notar lo sucedido, me envió intencionalmente a realizar mantenimiento en el sector de cloacas. Estaba a punto de solicitar la clave de encendido de la máquina sustractora cuando, desde la ventana del piso superior, me llamó Ricardo Ibáñez, el coordinador y mano derecha del gerente.


—Espere. Ya voy.

Cuando llegó, habló como si me conociera del barrio.

—¿Machado? ¿Como el poeta?

Lo miré sin comprender.

—Luis Ignacio. ¿Usted es químico de verdad?

—Sí, señor.

—Necesito encarecidamente un favor.

—Lo que necesite…

—Voy a hacerle una confidencia. Algo personal, muy ligado a su profesión.

—Dígame.

—Acaban de traer los nuevos modelos de brazalete externo de los uniformes militares. El laboratorista no vino. Debemos verificar si hay incompatibilidades con el material del saco, debido a la aleación experimental del modelo. ¿Se imagina las demandas millonarias si se daña? Perderíamos la concesión a treinta años del Ministerio de Guerra.

—Entiendo. Ignoro por qué la demora, cuando la certeza puede obtenerse de inmediato.

Ibáñez me observó detenidamente.

—A ver, Machado. ¿Lo quiere hacer? ¿Puede?

 

Intuí que cualquier respuesta me llevaría a la gloria o a la calle. Tragué saliva.

 

—Ningún inconveniente, señor. Mi única inquietud es que soy un empleado sin antigüedad y temo extralimitarme en mis funciones —dije mirando al suelo.

—Se lo estoy pidiendo yo. Ahora, si no me tiene confianza, se lo pido a otro. Asunto terminado.


Evité prolongar un diálogo que podía hacerme perder lo poco ganado hasta el momento. Debía tomar el riesgo, aunque algo en mi interior rechazaba asumir ese prometedor desafío.


—¿Cuándo debo empezar?

—¡De inmediato!

—Una cosa más. Alcázar me ordenó vaciar las cloacas.

—¿No me diga? ¿La semana pasada también lo hizo usted?

—Es correcto, señor.

—¿Cuánto tiempo lleva trabajando aquí, Luis Ignacio?

—Mañana martes, veinte días.

—¿Tan poco? ¿Y ya lo asignaron tantas veces a ese sector?


Hice cuentas.


—Unas siete u ocho. A veces, también a limpiar.

—¿Tres personas además del encargado y siempre le toca a usted? ¿Quiere hacer lo que le pido?

—Sí, seguro.

—Pase por el sector de laboratorio. No estaba usted cuando fui.

—Estaba demorado en recepción.

—¿Cometió alguna falta?

—¿Puedo sincerarme, señor?

—Hable…

—Hubo retraso en el transporte. Hice lo imposible por llegar a horario. Intenté explicárselo a Alcázar, pero no quiso escucharme y me apercibió.

—¿No diga? Lo acompaño al puesto.

Al llegar, me pidió que lo esperara. La puerta entreabierta permitió oír el llamado de atención a Alcázar, a quien ordenó ocupar mi lugar. Cuando salió, me miró indignado. Ibáñez lo imitó después.

—Venga conmigo. Vaya olvidándose de ese viejo infame. No lo verá más. A partir de ahora, yo seré su responsable. Si hace bien su trabajo, se queda. Si no, a la calle. ¿Entendido o le hago un dibujito?


—Comprendo —respondí, intimidado.

—Me alegro por usted, Luis Ignacio. Va a hacer carrera…


Cuando llegamos, Ibáñez encendió la llave de los tubos fluorescentes. Descubrí que ni siquiera dentro de la facultad había visto un laboratorio tan sofisticado.


—Cuente a discreción con la suma de los elementos disponibles —enfatizó—. Usted los conoce de sobra. El delantal, las antiparras, los guantes, el cubrebocas... los encuentra dentro del armario, junto al baño. En la mesada de mármol blanco de la mini cocina está la cafetera. ¿Sabe preparar? Puede beber lo que quiera. Si lo desea, hay galletas dulces.


A continuación, colocó una pequeña caja rectangular frente al microscopio. Contenía media docena de sobres cuadrados y transparentes.


—Analice cualquiera. Cumple su turno, se retira y mañana lo espero con los resultados.—Señor Ibáñez, ¿me permite el atrevimiento? Como le decía, no creo tardar más de dos, tres horas.—¿En serio? Qué mal nos va a ir diversificando el trabajo, contratando profesionales para labores de maestranza...


Asentí, satisfecho.


—Con permiso. Voy a enjuagarme las manos.

—Vaya nomás. Cualquier cosa, se comunica a la oficina por el conmutador. No le quito más tiempo.


Cumplidos los requisitos del protocolo de salubridad, me dispuse a abrir uno de los sobres. Al tomar el primero, experimenté una sensación molesta en la punta de los dedos, semejante a la radiación de un celular con la batería dañada. Tuve un mal presentimiento. Las antiparras, el tapaboca y una pinza metálica me permitieron examinar de cerca el brazalete cuidadosamente doblado. Llevaba la típica insignia de corte cuasi fascista, bordada sobre la delgada tela blanca, junto al lema de la guardia de infantería, donde podía leerse: “Dispuestos a imponer el orden en nombre de Dios, con las armas de la Patria”, escrito en caligrafía gótica alemana.

—Muy a tono con la actualidad —murmuré, cuidando de no tener contacto directo con el tejido al colocarlo bajo la lente del enorme microscopio.


Ajusté la graduación. Comprobé de inmediato la inestabilidad del material. Las fibras de algodón serpenteaban como los tentáculos de cientos de medusas, oscilando entre el cristal de la platina y el espacio previo a los objetivos. Los oculares develaron el movimiento perpetuo de las letras negras, tendientes a difuminarse sobre el zurcido blanco.


Tuve la curiosidad de comprobar el potencial de hidrógeno. Logré aislar varios sedimentos del hilo y descubrí un alto grado de acidez, lo que implicaba un riesgo elevado de desarrollar cáncer al establecer contacto. Además, la tela tenía la capacidad de adherirse de forma inteligente a diferentes superficies mediante esporas biológicas, produciendo la ulceración gradual incluso de las fibras más resistentes.


Era tejido vivo, animado, en continua regeneración. Se alimentaba constantemente. No podía comprender cómo la membrana plasmática de las células huésped sobrevivía en un entorno tan hostil. El hallazgo de virus encapsulados me llevó a profundizar su estudio. Confirmé la coexistencia proporcional de una mutación más agresiva del COVID-19, combinada con otra cepa desconocida, altamente contaminante y extremadamente inestable. Debía mantenerse en estricto aislamiento, sin contacto con aire ni agua. La bauticé como a una tía paterna insoportable: “María Angélica”.


Debía dar aviso urgente. Fue entonces cuando, al mojarme las zapatillas, advertí las tímidas filtraciones de agua en las depresiones de algunas baldosas anaranjadas del suelo, junto a la plancha de resina epoxi donde realizaba el análisis. Supuse que eran producto de la ubicación del complejo fabril, asentado sobre antiguos arroyos subterráneos. Presioné los números del interno. La secretaria de despacho respondió.


—Disculpe, ¿se encuentra el señor Ibáñez?—No. ¿Usted es el licenciado Guzmán?—Soy Luis Ignacio Machado. Él sabe.


Del otro lado, le murmuraron algo incomprensible.


—Salió con el gerente —respondió con tono distante.—Necesito hablarle. Cuanto antes, mejor.—Le haré llegar la novedad…—No la quiero importunar, pero es un asunto de suma importancia.


La voz en el conmutador adquirió un tono de fastidio e intolerancia.


—A ver, Machado. Si está nervioso, tome té de valeriana. No me ponga a correr a mí. Ya le diré. Madure. Aprenda a esperar.—Es que…


La mujer cortó la llamada. Los nervios y la falta de una libreta me llevaron a tomar apuntes en el reverso de unas hojas impresas halladas cerca de la pizarra móvil. Pensé en Emilia. No había tenido tiempo de hacerlo hasta ese momento.


—Perdón, amor —suspiré…

—¡Machado!—Señor Ibáñez…—¡Qué le pasa! ¡Cómo le va a hablar así a la secretaria de despacho!—Es grave, señor. Y usted me dijo…—¡Nada, Machado!

Paulina entró al laboratorio, cargada de arrogancia y soberbia, entregándole unos folios abrochados a Ibáñez.

—Ricardo… Aquí tiene los detalles de la inspección.—¿Otra vez? ¡Es la tercera de la semana! ¿Por qué no se quedan jugando a los soldaditos en el cuartel?

La mujer me miró de arriba abajo.


—¿Usted es el famoso Machado? ¿Se pudo tranquilizar?—No quise faltarle el respeto, señora. Era necesario.—Lo que piense me tiene sin cuidado. ¿Desde cuándo las opiniones de un trabajador a prueba están por encima de los deberes de la gerencia?—¡Cállese la boca! ¡Hable solo si se le pide!—Señor… ¡Estamos en peligro!—¡No grite, deslenguado, o lo voy a suspender! —censuró Ibáñez—. Paulina, ¿querrán dar marcha atrás con los brazaletes?—Es imposible. De lo contrario, podrían demandarnos.—Llega un documento en cinco minutos y aquí se para todo. Me extraña. Usted, Paulina, debería conocerlos mejor que yo.—Trato de ser optimista, señor Ricardo…—Igual que un pariente mío: se curó cuando el banco le robó los ahorros y ahora defiende a los mismos que lo dejaron en la calle. Deje, Paulina…


Quería alertar a todos del peligro del material. Tocaba aislarlo, llevarlo a una cabina acrílica hermética. Sin embargo, el imbécil de Ibáñez seguía alardeando de sabiduría popular con esa mosquita muerta.


—Me incomodan bastante. Insisten. Desconocen. Reparan. No entienden. ¿Qué buscarán? —insistió la mujer.—Ni idea. No me vuelva loco, ¿quiere? Le devuelvo lo suyo. Dígame la hora.—Diez con cinco minutos.—¡Tendrían que haber llegado hace más de media hora! Vamos.

Paulina se adelantó a salir. Ibáñez se detuvo justo bajo el marco de la puerta.


—En cuanto a usted, más tarde vamos a conversar. ¡Maleducado!


Mi suerte se movía al ritmo de las estadísticas de la bolsa de valores. Me quedo. Al rato, estoy fuera. Luego, dentro otra vez. Las imágenes del rostro pecoso de Emilia, las escenas familiares, se sumaban a los múltiples interrogantes de este destino plagado de angustias. Cada momento hacía más difícil saber cómo actuar. Abundaba la susceptibilidad paranoide. La consideración decrecía. El aroma intenso del café recién hecho despertó el deseo de una enorme taza. Las galletas debían esperar. Estaba demasiado triste para probar bocado.


La puerta del laboratorio se abrió. Pensé que podía ser Ibáñez. En cambio, apareció la silueta de un oficial superior.


—¿Qué hace usted aquí?—Estoy asignado al laboratorio.—¿Cuál es su gracia?

Vacilé, intimidado.

—¡El nombre, estúpido!—Luis Ignacio Machado…—¡Repita!—¡Luis Ignacio Machado! —contesté molesto.—Le conviene bajar la cabeza si no quiere perderla. ¿Legajo?—Quinientos doce barra ochenta.


La imprevisibilidad de estos simios me inquietaba. Si se le ocurría, la suspensión de las garantías constitucionales lo facultaba para arrestarme por simple averiguación de antecedentes. Comenzó a dar vueltas en círculo, inspeccionando minuciosamente el lugar. Lo observaba de reojo, guardando un silencio tenso. Al acercarse, notó la caja de cartón.


—Estos deben ser los brazaletes —dijo, sonriendo.

Tomó uno. El grito me brotó desde el alma:

—¡No los toque!


Demasiado tarde. Ya había abierto el sobre plástico grueso, que cayó al agua. Aunque el militar intentó rescatarlo, bastaron segundos para que uno de los microorganismos creciera desproporcionadamente dentro del charco, abriera una boca descomunal, mostrara afilados dientes y comenzara a devorarlo a la altura del talón de la bota. De la nada surgió un extraño humo morado, que se expandió por todo el laboratorio. Los elementos se dilataban.


La temperatura descendió. Sentí frío en los tobillos. Al partirse la mesada, la caja con los sobres desapareció en la creciente humareda. Cuando las paredes corrugadas amenazaban colapsar el techo, guardé las anotaciones bajo el delantal y abandoné el laboratorio.


—¿Qué hizo, Machado? —bramó Ibáñez a pocos metros.


No le presté atención. Había sido suficiente. Solo quería salir. Los monstruos reptaban por doquier, atacando al personal aterrorizado. La contaminación se había extendido por los pisos. La atmósfera se volvió densa, y respirar se convirtió en una verdadera proeza. Varias personas yacían esparcidas en el suelo, mientras otras las pisoteaban en su desesperada huida hacia la salida. Un grupo, armado con banquetas, trozos de metal y el rostro cubierto con prendas de vestir atadas a la cabeza, se conjuró para enfrentar a las criaturas, con resultados dispares. Vi a Paulina vomitando, sostenida de una tubería. Iba a ayudarla, pero desistí cuando comenzó a insultarme.


El personal se agolpaba en la recepción, hasta que cinco trabajadores embistieron el cristal de la pared lateral con el pesado escritorio contiguo a la entrada. A lo lejos, observé a Ibáñez cubriéndose la boca. Hablaba con un militar, señalándome. La marea humana ganó finalmente la calle. Tosían, escupían, vomitaban el desayuno ingerido minutos antes. Algunos se quedaron mirando la silueta de la fábrica, apenas visible detrás de la espesa niebla morada.


Por mi parte, recuperaba el aliento, despojado del cubrebocas. Veía desvanecerse mis esperanzas de un empleo estable, al ritmo de la desaparición virtual de la fuente de trabajo, de la posibilidad de arrendar una casa, de poner los cimientos a una vida con años por recorrer. Las conmovedoras escenas junto a Emilia; la sonrisa desdentada de mi padre al verme regresar con las compras; el recuerdo del calor de los abrazos de mamá... Todo se fundía con el dolor del desaliento, con la ausencia de respuestas ante la pérdida del trabajo, hasta que, súbitamente, todo se fundió a negro. 

 

 

 

Desperté en el hospital, conectado a un dispensador de oxígeno. Intenté estirar el cuerpo, pero sentí la férrea resistencia de unas esposas de titanio que me sujetaban a la barra oxidada de la cama. Desde el corredor, una enfermera llamó al médico al verme abrir los ojos. Lleno de incertidumbre, giré el cuello. Sentía la cabeza a punto de estallar.

Pasó bastante tiempo hasta que llegó el doctor Melo, según indicaba el bolsillo de su delantal azul claro.


—Buenos días. ¿Cómo se siente? —expresó con frialdad.

Me tomé la frente, sin advertir que tenía una inyección de suero en la muñeca.

—Por la contusión, no se preocupe.


Se dirigió a la enfermera, que acomodaba unos paquetes de vendas en un estante empotrado en la pared blanca, al otro extremo de la diminuta sala.


—Arriaga, adminístrele el analgésico por vía oral esta vez.

Luego se volvió hacia mí.

—Sufrió una fuerte contusión —advirtió, quitándome la mascarilla acrílica—. El dolor lo acompañará durante dos o tres días.

—¿Por qué estoy atado? —pregunté, con la garganta reseca.

—Debe atenderse el problema respiratorio. Hemos controlado tanto la irritación como la inflamación pulmonar —respondió, mientras se arreglaba el bigote entrecano—. Hoy es miércoles. Deberá aplicarse una inyección durante tres semanas a partir de la próxima. Más adelante, tomará dos tabletas diarias, una por la mañana y otra por la noche. Tuvo suerte de no aspirar demasiado gas. Permiso...


—Doctor…

—Arriaga, desconecte el oxígeno —indicó al salir—. No lo necesitará más.

—Enfermera…

—Si quiere, le traigo agua —respondió, sin compromiso.

—Quiero saber…

—Por favor, no me haga preguntas. Pronto vendrán a explicarle su situación.

 

 

 

 

 

Habrán transcurrido tres horas cuando llegó el tal coronel Martínez. El escolta se quedó montando guardia a la entrada de la habitación 221, donde permanecía internado.


—¿Machado Rebolledo, Luis Ignacio?

—Sí.

—Vengo a informarle las razones de su detención preventiva. Tiene derecho a guardar silencio. Lo que diga puede ser usado en su contra. ¿Comprende?

 

Estaba a punto de comenzar a leer cuando la enfermera entró a dejar el agua con la tableta. El militar la miró con desprecio, y ella pareció apurarse a salir.

—Está acusado de sabotaje, resistencia al arresto e intento de fuga. Fue neutralizado por un efectivo de la Guardia de Infantería, quien se vio obligado a golpearlo con su arma reglamentaria para proceder a la detención…

—Pero…

—Prosigo —me interrumpió el coronel—.


En un plazo de cuarenta y ocho a setenta y dos horas, tras recibir el alta médica, será trasladado a la prisión de máxima seguridad del Estado. Permanecerá allí a la espera del juicio, a cargo del magistrado Raúl Briceño. Los testigos citados son: Paulina Liliana Orozco Castro, Ricardo Atilio Ibáñez Rendón y Fabián Ramón Alcázar Díaz. Dado el carácter agravado del delito, y de acuerdo con el estatuto del Departamento de Inteligencia, el juzgado designará a su abogado defensor. Queda vetada la contratación de personal independiente. Por último, debo informarle que su familia, incluido un menor de edad, así como la señorita Emilia Morena Báez Cepeda, han sido detenidos bajo sospecha de complicidad en los hechos de público conocimiento. Queda usted debidamente notificado.


Poco después ingresó el abogado, quien se presentó como Esteban Yáñez Ossa. Con tono mesurado, me aconsejó asumir por completo la responsabilidad de lo sucedido. Solo así —dijo— podría aspirar a una reducción sustancial de la condena, considerando las implicancias políticas, los intereses corporativos de peso y, sobre todo, los del aparato militar.

Según su visión, el gobierno necesitaba conservar intacta su fachada de supuesto garante de la seguridad nacional frente a las “conspiraciones” de los sectores radicales, que no eran otra cosa que ciudadanos disidentes… cuando no eran los mismos que los gobernaban.

Esta vez, el responsable de la pandemia que había provocado miles de muertos y una estela de intoxicados, no se encontraba al otro lado del mundo.


El terrorista, el detonante involuntario de la tragedia… era yo.

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