SIN NOMBRE
por JHONNY OSORIO, "JHOAN OSAG"
Hoy que el demonio no controla mi infierno
Hoy que nis carnes son azotadas por los latigos de flamas fulgurantes que iluminan mi pielago de oscuridad
Hoy soy presa de otros demonios de diferentes, otras figuras de diferentes nombres, los jinetes que cabalgaron a mi lado ya han abandonado el corsel y yo loco irremediable galópo impavido en medio de la tormenta
Tanto soporté para poder provar de ti, del nectar de tu cuerpo de seda fina, el arcoiris que guardas bajo tu piel y solo pude deleitar mis ojos, estremecerme al haberte podido desnudar así muy lento, tácito y con una hermosura y morbo imposibles de describir, te as vuelto mi tormento, el martirio que azota mis huesos, la deuda que tiene la vida para conmigo.
AMERINDIA
por JHON JAIRO SALINAS
Hace quinientos veintiocho años, raudos seres ibéricos como rayos caídos del infierno, con arcabuces y enormes caballos, espadas ávidas
de codicia; irrumpieron en el templo de la dama y glamurosa tierra Inca, Maya y Azteca.
El olor del anís, canela y piña, fue sofocado por el olor de la pólvora asesina.
El hímen de niñas indígenas fue violentado y profanado por rufianes cazadores de oro.
La tierra, profanada por rústicos hombres del mal y "bendecidos" con el manto sinestro, satrapa y asesino de la
reina Isabel.
¡La tierra ruge justicia!
¡el negro clama libertad!
¡el indio pide honor!
“Arrancaron sus frutos, cortaron sus ramas, quemaron sus troncos, pero lo que no pudieron matar fueron sus raíces."
¡Perdón! ¿hay algo qué celebrar?
Que vivan los pueblos libres en la Amerindia, que un templo de justicia se abra en la voz
de Tupack Amarú, Tupac Katari, la Gaitana, Bartolina Sisa, Guaicaipuro, Benckos, José Antonio Galán, Bolívar, Karlaká.
Atahualpa hizo un festín de rebeldía,
Tupac-Amarú se unió a la rebeldía,
Guaicaipuro, aseguró el canto de rebeldía.
Al festín en trípode de rebeldía, todos con un mismo fin...
hacer con el invasor un lindo festín, de heroica hidalguía…
¡Se oye el ruido del jaguar!
¡La waipala, manto rebelde de la tierra!
¡Se oye el trueno de los tambores destrozando las cadenas del opresor!
¡Buscando el cielo de sosiega justicia!
¡Se oye la serpiente sin ojos
en cascada de limpia y pura libertad!
¡Se oye rugir otra vez el jaguar!
¡Se clava la cerbatana en el cuello del invasor...
hasta caer lentamente en los pies de heroicos justicieros,
Se oyen sonar las quenas,
aturdiendo los tímpanos del invasor.
Se ven los auténticos dioses
con plumas y sus penachos
ahogando el grito del maldito invasor.
Fuera los yelmos de la injusticia.
No más armaduras de gobiernos tiranos.
Mo más jinetes cabalgando como apóstoles de la guerra.
Amerindia te miro en el mapa del amor;
te veo en las alturas del cóndor en tu cabeza; en tus imponentes esmeraldinas montañas;
en el trigo y en la nieve de tu pueblo heróico.
Es hora de quitarnos las vendas. Usar nuestros ojos.
Aún hay pies extraños caminando por nuestras selvas, valles, páramos, nevados y ríos.
América, perdón digo la Amerindia;
señores invasores les decimos: ¡hoy los bananos, cafetales, minerales,
el oro, las esmeraldas, son nuestros!
De nadie más... ¡De nadie más!...
Hoy, un pueblo late en la lanza, de heroica resistencia, en la lucha de los Aymaras,
Mapuches y en la Minga Indígena del grandioso y guerrero pueblo caucano.
¡Que viva la resistencia de los pueblos originarios! alerta..
alerta...que la espada de nuestros próceres camina por "América" Latina...
SUEÑO
por MIGUEL ÁNGEL RUBIO
Los árboles saben los sueños de los pájaros.
En sus ramas, sinsontes y golondrinas amarran sus hamacas tejen
hamacas en sus cantos.
Se dice:
Por entre las hojas que caen,
entre jardines de flores violetas
que los pájaros sueñan con ser hombres
Para pensar, para construir ciudades y edades,
para dominar el mundo.
Se dice: Sobre las ruinas romanas,
en las esquinas de los pueblos destruidos por la violencia de mi patria en misa,
o en poemas
Se dice:
…Maldito el día en que renunciamos a nuestras alas.
EL LECHO VACÍO
por XIMENA GAUTIER GREVE
Allí me quedé sentada mirando tu lecho vacío. Fue hacia el fin de la noche. la luna rodaba caliente de tu amor hacia mis senos. Pero llegaron esos hombres gritando, arrasando con todo. De mis brazos en pasión te arrojaron a la calle. Los increpé, corrí con tu abrigo. Ya te empujaban cuesta abajo entre las burlas secas y el frío. Yo suplico con desvarío tus ojos dulces cruzan los míos… El café quedó servido. Ahí me quedé desnuda mirando tu lecho vacío…
PARA LLEGAR A PUERTO
por: DIEGO ALEXANDER VÉLEZ QUIROZ
Casi he llegado a puerto. Después de un largo viaje, de navegar sin rumbo, sin cartas y sin brújula, hoy he visto de nuevo la orilla que me aguarda. Llego sin tripulantes. Soy solo yo, capitán y vigía de mi nave cansada, esta nave que un día, un día ya remoto, se dio a la mar con ansias de embriagarse del mundo y vagar con las olas en aguas cuyo nombre no ha sido pronunciado (secretamente, tenía la certeza de que incluso las olas, un día con buen viento, llegan hasta la costa). Casi he llegado a puerto, tan solo me hace falta fijar el rumbo exacto, encontrar un motivo y echar por fin las anclas. Tan solo necesito una palabra, para llegar a puerto una palabra, dime tu nombre, esa palabra exacta, y mi navío, te lo prometo, se anclará cada noche en tu orilla, en tu cuerpo. Tan solo necesito una palabra, para llegar a puerto una palabra, Dime tu nombre.
POEMA 2
por EMMA DELLY MARULANDA
Mientras la respiración fluye Las manos sudan y el vientre arde, El corazón se rompe Se dilata Se desgarra Se entregan las pupilas a la piel, Las yemas de los dedos se unen a la espalda, La fragancia que emerge en la habitación, excita e ínsita a la pasión Arde el cuarto en fuego esta Los pies se contraen Y los labios muerdo.
POETA QUIJOTE
por NINFA MARÍN ESCUDERO
Hidalgo caballero de rostro enjuto y escuálida figura, que viajas por el mundo con tu lanza en ristre, amando mozas y arreglando entuertos.
Poeta... Soñador y romántico Quijote, que llevas en el alma la esperanza, como espada triunfal, para vencer molinos de nostalgia. Poeta... Iluso pensador, aventurero que en noches de placer, de vinos y lujurias, caíste en brazos de perversa Aldonza y la amaste cual bella Dulcinea. No dejes nunca de escribir poeta, sigue contando al mundo tu tristeza, tus esperanza, tu amor y tu nostalgia, aunque nunca te escuche Sancho Panza.
VOLUPTUOSIDADES
por HERNÁN MALLAMA ROUX
Estoy justamente en el ángulo donde observo tu vértice congrumental y gélido manantial donde sacio mi sed.
Estoy justamente ahí, dónde el perfume de tu rosa genital se esparce…
Y penetro en ti, y entonces… Siento correr la sangre sobre el cauce de mis venas
y todo en mí no me pertenece.
Todo, todo lo que es ha dejado de ser, ya no habita mas en este cuerpo, tan pequeño… tan pequeño… ya no somos tu y yo ahora somos nosotros nos fundimos y estremecemos, ya no somos más, nuestros labios han saboreado el néctar prohibido…
Todo, todo lo que es ha dejado de ser, ya no habita más en este cuerpo, tan pequeño…
Tan pequeño…
PATRIA
por JORGE ISAAC LÓPEZ LÓPEZ
(A La Colombia de hoy) Patria tricolor de franjas vivas, de verdes campos, de natura en vastedad… Patria amada, colmada de ocasos y tristezas casi dos siglos de ignominia sin que se disfrute tu abundancia Mezquinos propósitos te atrapan en desunión de tus hijos moradores por caminos sinuosos compatriotas buscan regocijo y protección Aunque perenne sea el esfuerzo paz, dignidad, soberanía ¡claman por doquier! ¿Cesará por fin la horrible noche?
SEIS
por UMBERTO SENEGAL
Hubo en el mundo una Alejandra y hubo en América del Sur una Alejandra y hubo en Argentina una Alejandra y hubo en Buenos Aires una Alejandra y hubo en su habitación una Alejandra y hubo frente al espejo una Alejandra y hubo por la hoja en blanco una Alejandra y hubo entre Alejandra y Alejandra otra Alejandra otra Alejandra otra Alejandra que nunca se encontró con todas estas Alejandras nunca en ningún sitio de la vida en ningún recodo de la muerte y sin embargo hubo una Alejandra hubo una es cuanto creemos todos que Alejandra y su poesía y sus palabras y su muerte pensándolo bien nadie tiene la certeza de que hubo una Alejandra aunque llamemos a su puerta para averiguarlo
Cuentos
CUANDO EL PALPITAR ESTREMECE
por CARLOS ALBERTO RICCHETTI
Cuando alguien se arrimaba al mostrador, necesitaba darle a entender que mis conocimientos excedían ese maldito sitio. También me deleitaba apartarme de la monotonía, al entablar conversaciones sobre temas de interés general. Podía ser un adinerado ejecutivo de paso, camino al edificio residencial a mitad de cuadra, donde mantenía su amante; quizás el más humilde empleado del Banco de Galicia con ínfulas de gran señor, cualquier concesionario de Eurocraft, siempre de prisa.
La suspicacia concluía con la orden de la dueña coreana, de apresurarme ante la urgencia de vender el acostumbrado cuarto de galletitas “Pepitas” a los obreros paraguayos, de cortar cien gramos de mortadela a los empleados del Tiro Federal, de las distintas oficinas, para ayudarles a engañar el estómago al mediodía.
Mi consuelo de los tontos residía en las fugaces visitas de mamá al pequeño autoservicio y apartándola de sus quehaceres, la llamaran a la realidad al decirle: “Pero Señora.... ¿Cómo puede su hijo estar aquí, cortando fiambre?.... ¡Con todo lo que sabe!”.
La jornada transcurrió agotadora e interminable. El reloj señalaba diez minutos pasadas las veintitrés, cuando en pésimo castellano me ordenaron bajar la persiana. Al día siguiente era domingo, algo así como una bienaventuranza seráfica, la pausa obligatoria del bestial trabajo de alzar pesados cajones de gaseosa, barrer, limpiar, despachar, atender clientes cuya eterna impaciencia delatan sus rostros, bajo patrones que poco o nada conocen acerca del descanso.
Volver a casa era contemplar las parejas belgranenses sonreír, subiendo a los lujosos vehículos estacionados a lo largo de la calle Iberá, halar el cuerpo roto de cansancio, bañado de sudor en pleno invierno, la ropa vuelta jirones, la angustia del salario mezquino, el trunco deseo de ser blanqueado y la grandeza de no sentir jamás envidia, colgado de las nubes de mis sueños.
Tanto júbilo me resultaba hermoso, extraño, inalcanzable, prisionero en la ciclópea bastilla de mediocres asumidos en la cual creía sentirme. Cavilaba sobre la imposibilidad de tener aquella simple autonomía, la casa propia, el ansiado lugar en el mundo. Dejar de depender, renunciar a la obligación de soportar el atropello sin importar donde viniera, como la forma perfecta de poder ser uno mismo.
Busqué las llaves. Las guardaba enredadas, dentro del deshilachado bolsillo del vaquero azul. Traspuse la puerta, pero no quería llegar. Recorrí el pasillo hasta el ascensor. Un profundo sentimiento de congoja iba apoderándose de mi alma. Necesitaba elevarme, huir del dolor para abrazar de nuevo las ilusiones. Las seis películas bajo el brazo avalarían el magistral propósito. “¿Por qué no habré nacido en la Edad Media?”, pensé. “Muy romántico lo de princesas y caballos, pero no. Diez años en la Acción Católica fueron suficientes. Demasiado conservador, estructurado todo…”
Llegue al sexto piso. Desde el corredor, percibí el sonido de los cubiertos, la insoportable voz de mi padre renegando, entremezclada con la música de una propaganda de cigarrillos que emergía del televisor a todo volumen. No había apartado la llave del cerrojo, cuando mamá abrió la puerta.
Detrás de la cortina plástica del tocador, la lluvia caliente del grifo me hizo sentir Poncio Pilatos. Recordé la película “The Doors”, de Oliver Stone. Al secarme, le insinué para mis adentros al espejo empañado: “¡Debí haber sido adolescente allá por mil novecientos sesenta y seis! ¡Nací en la época equivocada! ¡Hubiera podido hacer lo que quiero, experimentar amor, romance, libertad! ¡Como Jim Morrison, cantar en una buena banda de rock con voz sensual, dedicarle versos a las chicas, volverme famoso a fuerza de talento!...”
Después de cenar, aguardé hasta quedarme sólo en el comedor donde acostumbraba dormir. Extraídas de los respectivos estuches, acomodé horizontalmente las películas al costado de la video casetera. Ahí estaban la violentísima “Masacre en el Barrio Japonés”, con Dolph Lundgren y Brandon Lee; “Ocho días de terror”, la de Emilio Estévez que tenía música de AC/DC; “Evil Dead II”, la sátira de humor negro de Bruce Campbell, desafiando a los demonios del “Necronomicon et mortis”. Le seguía “Lluvia Negra”, el súper policial de Michael Douglas junto a Andy García, debajo de “Subespecies” la primera de la saga gótica de vampiros del director rumano Ted Nicolau.
Cuando el actor groenlandés Anders Hove personificando al tenebroso Radu, buscaba arrebatarle la piedra de todos los santos a su hermano Stephan, quien la usaba para alimentarse de sangre sin matar, volví a caer en cuenta. Estaba demasiado cansado para salir, tener amigos, aunque anhelaba el arquetipo de mis fantasías novelescas, la amada inmortal de los poemas de Amado Nervo. Quería pertenecerle a la más maravillosa beldad, vestida de novia antigua, bajando de la escalinata de la iglesia entre el son de broncíneas campanas. Aún si fuera la prostituta de una del director Abel Ferrara, no tendría cuidado. Su pasado me sería indiferente. Una casa blanca, cubierta de rosas rojas, sería el pasaporte a nuestra oscura fantasía de misterio y seducción, colmada de orgásmico frenesí.
El bombardeo implacable de millones de neutrones, atraía las distintas formas de amor, amistad incondicional, sexo, las feroces escenas de crímenes abominables, la farsa del constante triunfo de los buenos con sólo rebobinar la cinta. El mágico espejismo de ambiciones postergadas atinaba a saborear la soledad, distraído a menudo por el lejano rugir de motores a toda velocidad sobre la Avenida del Libertador. Debía guardar el mayor silencio posible. De lo contrario, alguien podría despertar a arrebatarme el encanto de esa victoria absurda.
Durante prolongados lapsos, perdía el argumento de las películas con los ojos sobre la pantalla. A veces era un impás mental. Por momentos, la rencorosa evaluación de dos décadas de existencia inexperta, de avasallamiento continuo, con la suficiencia de considerarme el experimento fallido del hijo programado como una cuenta bancaria.
Al conectarme de nuevo, recalaba en las satisfacciones de los protagonistas, similares a las ajenas, pero ignoraba si cabrían en mi vida. Libre de exteriorizar las emociones sin arriesgar el orgullo, me fundía en el padecimiento de héroes o villanos. Frente a los escollos de la decadencia, la rebelión pugnaba desde la carcasa del pecho, aliada al exilio privado del rencuentro conmigo.
Había programado el apagado automático del televisor. Lamentando el agotamiento, el vaso de naranja “Carioca” sobre la silla que servía de improvisada mesa de luz, contempló mis espaldas desvanecerse de cara a la pared helada. Las garras del letargo, conjuraban la delicada atmósfera. La cálida sinfonía de tibieza, abrigaba el colchón mullido. Las tiernas caricias de las sábanas, me impulsaron hacia el torbellino errático de lo increado.
La lejana anécdota de la vigilia precedió al silencioso encuentro de nuestras miradas. Traía las huellas del arduo camino, la pálida dulzura. Tenía la pureza de las horas mansas, el crepúsculo del otoño y el remanso posterior a la fatiga. Llevaba un traje de tules blancos, brillantes. El negro cabello le trascendía la frágil cintura, al levitar sobre la suave brisa imperceptible envuelta de una juvenil aureola de hojas plateadas.
No sentía frío. Tuve deseos de alcanzar la dádiva de su rostro intangible. Volvió a contemplarme sonriente. Serena, limpió un trozo de nube hasta convertirlo en folio. Posó la fría mano sobre mi índice, lo llevó a sus labios y soplo.
-Hazlo –expresó sin hablar.
Tardé algunos instantes en comprenderla. La luna hilvanó una luminosa alfombra. Tuve miedo de perder esa extraña gracia del destino e ignorar el modo de conservarla.
-¿Cómo? –le respondí de igual modo.
-Con el extremo de tu alma...
Al señalar el algodonoso pergamino, brotaron los primeros versos en delicados trazos de oro a la hoja. Se los entregué, surcando el vacío hacia donde permanecía etérea, incólume. Aguardé ansioso. Al comenzar a leer, se sonrojó. Podía escucharla a través del silencio.
“Me has descubierto
cabizbajo y taciturno,
sin hallar sentido
a tanta soledad
entre cientos de balcones,
obcecados de anidar
la inmensidad fastuosa.
Pero mi alma
rondará desvanecida,
huyendo a su prisión atemporal
para ensalzarte los ojos,
la blanca bruma
que descollan tus sentidos
de doncella angelical,
llegada de la nada
a consolar las noches de flagelo,
las grises tardes de hastío,
donde ahogarás
mi llanto
y te amaré,
aunque jamás
vuelva a hallarte”.
Acarició mi cabello. Hubo un lejano ruido de tenedores y botellas.
-Hijo...Hijo...Despertáte –advirtió mamá. Ya es hora de la comida...
Apenas pude almorzar los fideos a la boloñesa. Simulando escuchar a los demás, atendía las suplicas del corazón angustiado. El periódico reposaba desordenado a los pies del sofá - cama, con los avisos clasificados abiertos en el rubro de motores de embarcación.
Papá salió de compras alrededor de las tres de la tarde, arguyendo ir a comprar cierta boya de pesca del tipo “paternóster” en la “Proveeduría Deportiva”. Suspiré aliviado. Quise aprovechar para terminar de ver las películas, hecho imposible si se hubiera quedado a manipular el control remoto de manera arbitraria. Acostumbraba dominar el comedor del departamento de dos ambientes en el cual convivíamos cinco personas, como un animal salvaje marcando el territorio. Delante de la pantalla, parecía importarle nada ni nadie, excepto al menor comentario para meterse en la vida de los demás. Sentía especial aprensión hacia las películas de terror. Ni hablar de las escenas eróticas, de desnudez, de las que decía avergonzarse, formando groseros escándalos.
Media hora después, mamá bajó de colgar la ropa en la terraza. Al notar la ausencia, comenzó a quejarse de los mismos problemas desde hacía años, aunque en la mayoría de los casos era la directa responsable. Frustrada, incapaz de ordenar su vida por falta de carácter, eligió un pésimo momento para desmenuzar observaciones, criticar al resto, absteniéndose de recalar en las fallas personales propias. Pretendió darme versiones particulares de historias de familia. Algunas, grabadas a fuego donde la deformación de la verdad se torna inadmisible. El diálogo unilateral estaba agotado de antemano.
-Por favor. Tengo poco tiempo. En un rato se cumple el plazo d el videoclub. Si no, me cobran recargo –le exigí impaciente.
-¿Te las estás aprendiendo de memoria? –respondió con ironía.
Estallé de ira.
-¡No! ¡A la que conozco de sobra es a vos!...
Molesta, fue a la cocina y sintonizó una emisora de tangos. Rebobiné la única película vista. La llevé con las otras, dentro de una bolsa plástica de supermercado blanca.
De vuelta, tuve deseos de pensar, escribir, oír música, relajarme para resolver unos asuntos. Por fortuna, papá no había llegado. Calculé el tiempo de la ausencia. Presuroso, abrí el cajón del mueble donde guardaba los casetes de audio. La desconocida forma rectangular envuelta en una pesada mantilla algodonosa, cubría las delgadas hileras. No recordaba haberla colocado allí. El dorso tenía un poema dibujado a pincel.
“Llevo el don sublime
de palabras encantadas,
de la sórdida escalada
hacia las puertas del silencio.
De amarte
aunque desangre
perdida en el intento.
Vine a atraparte,
al añorar las luces
de la noche
mezcladas de ti,
flotando clandestina,
vulnerable, soñadora,
tras la senda inexplicable
de las hojas del otoño,
montadas al corcel
de los viento.
Te diré
que vengo
de muy lejos,
fugitiva del sol,
prisionera del ocaso
hasta el poniente.
Espérame.
Con el ímpetu del trueno,
volveré pronto
a buscarte…”.
Lleno de necias vacilaciones, me pregunté si faltaría a la cita. Conocía la amargura, la triste indefensión de tornar al abismo después del romance, a la memoria donde repica la deliciosa fragancia, el eco cruel de la mujer perdida.
¿Sería digno de protagonizar esa historia inocente, plagada de ingenuidades? Presentía las risas. Los amigos alertarían mi falta de cordura. Los adultos harían énfasis de que a mi edad no puedo tener problemas verdaderos. Valía la pena jugarse, tratar de superar la desgracia de seguir girando en círculos. El margen de injusticias tolerables iba volviéndose escaso. Cabía el riesgo de sufrir un golpe irreparable más, pero decidí asumir el desafió temeroso de perder la cordura.
Quise mostrarle el hallazgo a mamá. Desconocía si en lugar de volver a la terraza, había querido vengarse de tanta indiferencia.
La avenida del Libertador estaba desierta. El paso esporádico de algún auto, condicionaba la quietud del fin de semana sin fútbol. La vecina del tercer piso tocó el timbre. La despaché de prisa. Quería ganar la calle con las manos en los bolsillos. Caía el sol, sumiendo de ocre blanquecino las aceras de junio. Varias parejas de anciano retornaban a sus hogares. La incipiente carencia de luces, obligó a los focos a encenderse. Escogí el rumbo al azar.
Arribaba a conclusiones suicidas. En aquel pedazo del norte de Buenos Aires, no existían mares ni castillos. Apenas el duende del bar de la calle O´Higgins y Congreso. Pagar el insignificante “Tía María” se llevaba la mayor parte del efectivo de la cartera, dejándome los documentos de recuerdo para adivinar quién era. Con la vista hundiéndose en el remolino del macadán, indagaba los secretos de la mente. De vez en cuando, recibía el saludo del conocido que se desea evitar, con tal de permanecer callado, absorto y ocioso.
La pesadilla de otro día avanzaba veloz, como un submarino enemigo atacando por la popa. Regresé a la hora de la cena. El viento silbaba por los orificios del ventanal. Al dormirme, percibí la insondable caricia sobre el rostro.
-¿Ves este collar? –mencionó sin pronunciar palabra.
Sonreí.
-Si... Es hermoso –dije imitándola
-Cada verso tuyo, fue una cuenta floreciendo dentro de mi alma viajera. Las horas se tornaron siglos, recelando que el miedo impida tu sincero amor…
Le bese las delgadas manos.
-Estás muy fría -recalé.
-¿Y acaso importa, frente a la indiferencia de cientos de brazos, renuentes a envolvernos desde la calidez del corazón?
La acaricié para sentirla más real. Me propuse despejarle cualquier duda.
-No quiero seguir vivo sin verte. Ni siquiera conozco tu nombre, pero aún a falta de todo siento el deseo de entregarte mi vida, aunque sea demasiado poco. Quiero anidarte. Recuperar la vida a tu lado, lejos de éste infierno de frívolas jornadas, de maledicencia vulgar. Si supieras cuanto te esperé…
Los sentidos quedaron librados al narcótico arte de las palabras surgidas de lo profundo del corazón. Comenzó a darme pequeños besos en el rostro.
-La agonía de buscarte se convirtió en la pena de expiar tantas culpas –expresó conmovida, bajando la vista.
-¿Podrás amarme? –pregunté incrédulo. Mi semblante guarda el destello de una luz difusa, empeñada en marchitar la eternidad. El cáliz del poniente derrama bendiciones de rocío a tu paso, porque sin ti, la pasión nunca tendrá....
-Consuelo ni remedio –me interrumpió.
Se alejó unos pasos en el aire. Luego vino hacia mí, sujetándome alrededor del cuello.
-Dame la locura,
dame una razón
para alejarte
de mis brazos...
Dame el amor
y no vagaré
en otros labios...
El perfume de rosas del aire colmó sus enormes ojos redondos de lágrimas. Nuestras mejillas se unieron, elevándonos más entre el agasajo de varias rondas de estrellas.
-El son del crepúsculo
estremecerá la tierra,
cuando torrentes de eterno amor,
asalten los campos;
las almas salvajes,
los cuerpos en celo,
con la valiosa pureza
sedienta de ensueño.
Contuve el aliento, antes de pensar la respuesta.
-En cada anochecer,
renacerá el bosquejo
de los astros pasajeros,
escribiendo tu nombre
que desconozco
y olvidaré
al despertar.
El oscuro azul del cielo se vistió de brillantes diademas. Escuché por primera el hálito intangible de su voz de terciopelo, estremeciendo la paz de la inmensidad.
-Me darás el aliento,
ataviado de caricias.
Despedazado de ruegos,
correrás ansioso
cual ciervo del bosque,
tras el ansia
de gozar sin edad
ni prisa.
-Tomaré tu cuerpo
para hacerlme inicuo,
demandarte ruegos
y extasiar el ansia,
ultrajar la piedad,
hacerla añicos
fascinado entre gemidos…
Me abrazó con desespero, a punto de romper a llorar.
-Te suplico…
La aparte para contemplarle el rostro.
-¿Cómo persuadirte que llegué a implorar el deseo de morir? –dije a punto de ensayar una locura. Abrumado por la soledad, te imaginé en cientos de miradas. Me engañaron los sueños, las ilusiones, las promesas, hasta caer vencido por la mentira, la traición, el hastío, rodando a los pies de la verdad.
-¿Me amas? –musitó insegura desviando la mirada
Recuperé su atención al elevarle con los dedos el semblante.
-¿Todavía no te das cuenta? –pregunté a punto de quebrarme del deseo de llorar. Amarte es, fue y será la obra de toda mi vida…
La madrugada irrumpió presurosa, salpicada de lejanos puntos de luz, perdidos en el éxtasis de imperceptibles jadeos, derramando temblorosos nuestras mieles, inocentes sin pecado alguno. Al dormirnos abrazados, yacimos apartados del odio, indiferentes al dolor, el prejuicio o la vergüenza.
Desperté agitado, muerto de frío. Observé con complicidad la ventana abierta. La sensación de estar sucio, seguida del descubrimiento de una descomunal mancha viscosa en la parte inferior del abdomen, tuve la urgente necesidad de dar un gran brinco hacia el baño sin ser visto.
Transcurrida la ducha rigurosa, llegó mamá del cuarto a prepararme el café con leche. Las tostadas languidecían tibias cubiertas de manteca, languideciendo suero en el del fogón pedregoso. Tenía demasiada hambre. A duras penas desayuné, mientras sostenía la toalla.
-Hijo -enunció imperativa. Fijáte si podes faltar de los coreanos...
-¿Por qué?
-Ayer a la tarde te llamaron de la estación de servicio para que vayas a hacerte el análisis de sangre.
-¿Estás segura?
-Si. Yo me olvide de decirte. No te hagas problema. Te invento una fiebre y hoy no vas. Apuráte, que si no llegás tarde. Acá tenés ropa limpia…
Partí feliz, decidido. El saco, la camisa, la corbata, el aroma del perfume, el asombro de los vecinos al descubrir mi desconocida elegancia, forjaban la confianza de mis pasos. Tenía la esperanza de poder comprobar cuanto valgo, demostrarlo a los demás al obtener el ansiado trabajo estable. Si lograba forzar el destino, jamás volvería a cambiar involuntariamente el aguinaldo por un plato de ramen con kimchi en las tardes del maldito autoservicio. Un inusual viento veraniego emboscaba la calle, abriéndome paso. Estaba enamorado. La tibieza del sol, la frescura, auguraban el lugar donde vivir, escribir versos, albergar los sueños. No necesitaría esconderme más ni pedir permiso a nadie. Recibiría a los amigos sentado en la paz de administrar el silencio, despidiéndolos cansado de reír a carcajadas para entregarme a los brazos de mi amor, pedirle casarnos, vivir juntos, envejecer siendo felices con muy poco y hacerlo extensivo a los demás.
Quince días después debía retirar los análisis del Sanatorio Güemes. A pesar de llegar junto a siete personas, me reservaron el último lugar. Tras veinte minutos de espera, ingresé.
-Buenos días…
El médico se abstuvo de saludarme cuando le extendí el brazo. La razón apareció sombría.
-Siéntese.
Tomó la palabra.
-Bueno. Lamentablemente… Tengo el deber de informarle que su condición física le impide ocupar el puesto...
Sentí el mundo desplomarse a través de un denso nudo de angustia en la garganta. Apenas pude hablar.
-Pero.... ¿Cómo puede ser? Estoy perfectamente...
Me estudio de arriba a abajo con sorna.
-Discúlpeme. ¿Me va a decir que no lo sabía? Vamos, señor…
Pensé en otra trampa de la providencia, condenándome a vivir ajeno a mi voluntad. Al verme cercado, reaccioné sin temer las consecuencias.
-¿Qué me está diciendo?...
-¿No sabía? –insinuó suspicaz.
-¿Eh?
Comenzó a llenar el grueso expediente del escritorio con una lapicera enchapada de plata.
-En la primera página del cuadernillo figura el diagnóstico…
-¡Le estoy diciendo que me conteste, señor! ¿O qué clase de médico es usted? –le grité en la cara.
El médico pulsó el botón azul del receptor de llamadas.
-Tranquilícese –pidió mirándome el rostro. Lo siento mucho. ¿Pero qué puedo hacer?
-Sea claro, doctor.
-Usted...
-¡Dígalo de una buena vez! –insistí.
-Usted padece del Síndrome de Inmunodeficiencia Adquirida
Los guardias de seguridad entraron sin golpear.
-¡No puede ser!
-Es portador de VIH Sida y el mal está bastante avanzado.
Me puse de pie.
-¡Esto es una locura! ¡Hágame el favor, hombre!...
Con gesto áspero, el medico extendió el brazo, impidiendo a los dos guardias de seguridad que se me aproximen.
-Lo siento...
-Doctor. Me hago análisis periódicamente cada seis meses, a lo sumo una vez por año.
-Entonces lo engañaron, porque el avance del mal hace imposible cualquier margen de error.
El movimiento de las copas de los árboles anunció los rayos de sol, colándose desde la persiana lateral del escritorio.
-Voy a morir…
La espada del veredicto partió la atmósfera.
-Es difícil pronosticar. No observo los clásicos rasgos de deterioro. Su caso es sorprendente, digno de un congreso de medicina. Usted ignoraba la existencia del problema. Ahora estoy seguro. Le pido me disculpe. La verdad, esperaba a alguien muy en inferioridad de condiciones...
-¿Cuánto?
-Seré sincero con usted. Quizás dos, tres meses. Tal vez más. Depende. De todos modos, le doy un consejo. Trate de ser positivo. Hay ejemplos de personas que pueden sobrellevar el problema, como el cantante Elthon John, quien viene ingiriendo el cóctel de drogas y hace una vida normal. El ex basquetbolista “Magic” Johnson, por ejemplo, se curó. ¿Cómo? ¿Quién sabe?…
Me dejé conducir por los guardias hasta la salida. No sentía temor. Imaginaba el escándalo familiar, el desprecio de la gente. Llevé el examen a especialistas de confianza y ratificaron la evaluación. Caminé toda la jornada, lacerado de muerte. Debía darme el tiempo de visitar los sitios de pasadas alegrías, vislumbrar la manera de evitar los testigos del implacable ocaso, del fantasma de esa masa corrompida, pudriéndose a la intemperie, a la sinfonía destructora de la piel, del corazón dispuesto a amar, a cobijar pasiones etéreas e irrisorias.
No sentía miedo. El verdadero dolor era rehusarme a aceptar el daño sin motivo, el flagelo soez de aquella oscura doncella, a la cual le hubiera ofrendado la vida que diciendo amarme, se tomó sorbo a sorbo.
Con el paso de las horas, comencé a sentir gracia de mí mismo. De tanto hurgar el despropósito de subsistir, aprendí los contrastes entre alzar el vuelo y rondar alrededor de la ignominia, golpeándome una, otra vez, contra las amargas paredes del maltrato diario. Desaparecer significaba el alivio, expiar la culpa por el párvulo romance vuelto farsa, la insaciable sed de ojos sinceros, dispuesto a confiarles el infinito a cambio de una mísera palabra de amor.
Llegué tarde. Saludé a mamá. Fingí estar de mal humor para ahorrarme las preguntas.
Aguardé verla esa misma noche, cargado de alegatos. También las que siguieron durante cinco meses, hasta ingresar al hospital de urgencia. Pesaba cuarenta kilos y las máculas rosadas fueron ganando terreno sobre mi tez amarillenta. El médico encargado comunicó a la familia el inminente desenlace. Un sacerdote balbuceaba la extremaunción desde millones de kilómetros. Mamá sollozaba en el extremo opuesto.
El agudo silbato del monitor de pulsaciones, fue el preludio de la locura. Las descargas de electroshock trataron de raptar el mísero hilo de vida que me quedaba al interior del profundo estado de coma. Un remolino glorioso trascendió el cielo raso. A los destellos de succión embriagadora, siguió el roce sigiloso de las manos al recorrerme la frente. La penumbra cobró vida. Abrí los ojos, aunque el resto los viera a media asta.
-Nunca fui más dueña de la verdad, que a la hora de volver a nacer contigo…
Las lágrimas rodaron por las mejillas de mi cadáver, hasta manchar la almohada.
-¿Cuantas veces habré imploraba tu nombre moribundo, abrazado a aquel sauce llorón del parque donde jugaba de niño?
-Estaba allí para abrigarte aunque no pudieras verme –recalcó emotiva. Envenenado de alcohol, insultabas a la gente, hacías asustar a los niños. Te sujetabas el corazón, llamándome al dormirte sobre un lienzo al costado de las calles.
-Mi sentir no sirve para nada…
-En el espejo dejé de parecerme a mí misma. Tanto me invocabas, podías brindar tal pasión, que llegué a sentir celos de esas amadas imaginarias donde creías hallarme, del desenfreno con el cual me adorabas…
-Una vez queriendo darte todo, sin pensar ni querer te pedí demasiado. Es imposible odiar a quien se ama, ni arrepentirse de hacerlo. Bendigo cada instante a tu lado, porque son los únicos donde fui realmente feliz. Si te queda algo de compasión, de respeto hacia mis sentimientos a falta de corresponderme, por favor… Dejáme ir para acabar esta agonía interminable…
El médico me acomodó las manos. Luego le ordenó a la enfermera cubrirme con la sabana lavanda.
-¿Qué amor sería el mío de arrebatarte la vida, de impedirte cumplir tu destino?
-¿Acaso la muerte puede compararse a la soledad? –contesté.
-Es verdad. Tu alma fue tocada. Jamás podrás amar de nuevo a alguien distinto. Cada ser viviente posee una parca que atosiga sus pasos. Te enamoraste de la tuya. La amaste, pero ella también te amo igual y lo hará por siempre. Quizás haya sido egoísta, cegada por la pasión, el deseo, pero amar significa pensar en algo más que uno mismo…
-¡No quiero vivir!
-Deberás recorrer el trabajo mal remunerado, maltrecho a fuerza de años de fatigas, condenado a aprovechar las oportunidades para realizarte cuanto estén lejos de darse solas. Tendrás hijos, nietos…
-Por favor –imploré al presentir su partida inevitable.
-Recuerda nuestros poemas escritos en el cielo –exclamó. La pluma de tus labios sangrará la tinta de maravillosos versos. Evocarás los contornos del ocaso, donde un día volveremos a amarnos cuando el palpitar se estremece, dejando atrás el tiempo como al peor de los inventos humanos...
-Te necesito…
-Soy tu final. Siempre estaré, aunque no puedas verme.
Uno de los enfermeros desconectó los cables del respirador artificial.
-¿A qué hora fue? –lo interrogó el médico.
-Veintiuna y diecisiete.
Empecé a carraspear.
-¡No puede ser!
-¡El color, doctor! ¡Las manchas de la cara! ¡No están! –aseguró la enfermera.
-¿Alguien podría darme agua?
-¡Espéreme! –bramó el perplejo enfermero.
Debí estirarme para alcanzar el vaso plástico de la pequeña mesa blanca contigua. El médico se comunicó con la jefa de guardia.
-Solicito trasladar cuanto antes al paciente de la sala doscientos sesenta. Recomiendo análisis de sangre, electro encefalograma, radiografía y tomografía computada en carácter de urgencia.
La radio del pasillo transmitía el partido adelantado del lunes entre Vélez Sarsfield y San Lorenzo. El chillido de las ruedas delató el veloz trajinar de la camilla.
-¡El nene, el nene! –vociferaba mamá entre el llanto de mis hermanas que la tomaban al intentar seguirme.
El enfermero las interceptó.
-Tranquilícense. Quédense aquí. Vamos a averiguar qué pasa
-Enseguida vuelvo –avisó el doctor, pasando detrás a la carrera.
Papá permanecía abstraído a pocos metros.
-¿Qué está pasando? –interrogó al salir de su ostracismo.
La única contestación fue el sonido del vaivén de las puertas. El médico emergió a los diez minutos. La familia lo acorraló.
-No entendemos como salió del cuadro irreversible. Lo vimos fallecer. Nunca presenciamos algo semejante. Desaparecieron hasta los síntomas. Por las dudas, tenemos que ser escépticos. Sean pacientes y absténganse de generar falsas expectativas. En breve les vamos a seguir informando. Permiso…
Había sido devuelto al ruedo. Todos celebraron el milagro, excepto yo.
Tardé en comprender los motivos de sobrellevar la ausencia del amor. Pronto conseguí el trabajo ambicionado. Contraje enlace con una mujer extraordinaria, la madre de mis cinco hijos, tres varones y dos mujeres. Supe del obsequio de rosas blancas para la ocasión, entregadas por una mujer que nadie logró identificar.
Rebosé de felicidad cuarenta años inolvidables, hasta despedir a mi compañera entrañable. Desde el parque que ve jugar a los nietos descubro la vejez, arrojándoles migajas de pan duro a las palomas.
Detesto los juegos de naipes, aunque hay un banco de piedra muy bueno para sentarme a extrañarla. A veces la presiento, confundida en las sombras de la multitud, atravesando descalza los minuciosos destellos del otoño.
Al otro día era domingo. Sólo, decidí volver al parque. Elegí sentarme en el banco de madera anaranjado, próximo al sauce llorón. Mientras los niños correteaban a la par de globos de colores, escuché decir a alguien que llevaba demasiado tiempo dormido. Las campanas llamaron a la misa de la tarde. Me deshice de la gabardina y joven, avancé hasta tomarle la mano extendida
El viento resopló a la distancia. La espuma algodonosa de las nubes parecía formar una gradilla cerca del suelo, cumpliendo aquella vieja promesa de amor.
(De “Antología Macabra” de Carlos Alberto Ricchetti)
DESENTRAÑISMOS
por CARLOS ALBERTO AGUDELO ARCILA
1
Quien nunca fracasa es porque le tiene pavor al éxito.
2
No aguanto respuestas que pecan de inteligentes.
3
Detrás de una obra de arte no está Dios, hay un artista que puede llegar a tomar tinto.
4
La existencia me seduce de manera erótica, con sus misterios.
5
En el verdadero poema se percibe el mensaje del asombro.
6
El futuro es una moda por llegar, con la desventaja de verla arribar pasada de moda.
7
Decir sí, decir no. Guardar silencio, comunicar algo. Dejarse ir, permanecer inmóvil. Mirarse al espejo, quebrar el cristal. Divagar, tener conciencia de algo. Responder sin que la pregunta haya sido formulada. Inquirir, no esperar respuesta alguna. Ir al culto, nunca asistir a la homilía. Colocar el punto final, antes de una frase que no tiene sentido empezar.
8
Monería del mico a imagen y semejanza del hombre maniático de la monería.
9
Aunque nunca escriba poesía, el hombre sensible es poeta de sí mismo.
10
Regar puntos, comas, adjetivos, verbos, después de dejar las páginas en blanco.
11
Convicciones que a veces son arraigo de la verdad a medias.
12
Al suicida, le admiro su estrategia que utilizó al escoger la hora para suicidarse.
13
Es insoportable un sábado, cientos de sábados, siempre a las cinco, sin esperar a nadie…
14
Si la lluvia no viene a mí, yo voy al rocío hasta mojarme de diluvio.
15
El lobo huye aterrorizado ante la mirada agonizante que le da la oveja.
16
No entiendo qué es tener éxito: ¿Poseer algo material que con el tiempo se arruina? ¿Un asomo de grandeza que al final es un punto en la inmensidad? ¿Un ataúd de lujo para un huésped que le hace fila a la podredumbre? El éxito en sí no tiene sentido existencial.
17
Sentirse inspirado de nada.
18
la inmensidad de la semilla, descubrir en ella la luz de la floresta por nacer.
19
La belleza no siempre es sinónimo de lozanía, también es equivalente de bondad. Es sustantivo y verbo de gratitud.
20
Hay algunos pensamientos y lenguajes a la par, que deben permanecer en la escombrera de la razón.
21
Busco mi destino en la fosa común de mí mismo.
22
Una margarita para deshojarle el existo-no existo, hasta que su tallo se pudra en nuestra especulación estúpida.
23
Del instante amo su desenvoltura de instante.
24
La existencia es espontánea, solo la lógica es artificio de amarre.
25
El silencio del sabio posee ley de gravedad a la inversa.
26
Si no tienes capacidad de amar, por lo menos no despliegues odio por donde vayas. Así darás decoro a los pasos de tu sombra.
27
Cerebros que se desbocan en la memoria.
28
¿El infierno? ¿El cielo? ¿Habrá vino y mujeres en estos sitios? Y si no hay dichos deleites ¿para qué me los nombra, fantasía?
29
Escribir es fácil, lo difícil es encontrar el lector que vibre con lo que se escribe.
30
El ego es un vacío que al presumido le es imposible llenar. De esta forma se revela su estupidez.
31
Vacíos que al caerle egos quedan más vacíos.
32
Hay melancolías dignas de pintarse en un garrón.
33
Después de pelear conmigo mismo me asomo al campo de batalla y observo un perro que merodea un “yo necio”, como único cadáver que hubo.
34
Escriba, de ningún modo le importe que los demás le digan que escribe.
35
Si antes de cuatro palabras terminas de garrapatear la novela más larga de la historia, arrepiéntete de ser escritor.
Comments