La caja de cristal
- Arcón Cultural
- hace 20 horas
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«El cuerpo no es una cosa, es una situación» Simone de Beauvoir
El hombre desconocía la dirección, pero preguntando llegó hasta la puerta de la casa. Sin fatiga, descendió por una escalinata grisácea y sin forma hasta ver la señal distintiva del lugar: una campana de cobre. Supo que llegaba a la casa de Alicia, su exesposa, a quien le había perdido el rastro desde aquel amargo divorcio que lo dejó sin suelo bajo sus pies, sin dónde asirse existencialmente. Tocó la puerta y esperó. Venía por sus hijos, deseaba llevarlos a comer helado, pasear con ellos, disfrutar un momento. Ella, intimidada por la aparición repentina del hombre, les permitió salir con él, ya que, legalmente era el padre.
A lo lejos vio cómo se desvanecían esas dos figuras diminutas que había parido con dolor y esperanza. Tuvo una extraña intuición cuando las agujas del reloj, indiferentes, daban vueltas sobre el centro del tablero. Desde ese día nunca más los volvería a ver. Su presentimiento como madre y mujer, además del temor concebido en su corazón, se había cumplido. La familia pensó que era un secuestro limpio, pero ella, con una ilusión virgen, aseguraba que pronto regresarían, que pronto olería sus cuerpos, que pronto sentiría sus cabellos suaves y reiría con ellos entre sus brazos. Todos en conjunto la miraban con amor y condescendencia.
Esa misma noche, como toda alma penitente, no pudo conciliar el sueño. Se había acostumbrado diariamente a tenderle la cama a Mariela antes de ir a dormir y recordaba que a Alejandro le gustaba desayunar tortas de harina y chocolate. Conocía los gustos diarios de sus hijos pues era fiel a los códigos y costumbres creados por amor. Y sufría precisamente por eso. Se atormentaba por estas ausencias. Pensaba si Marielita se iría al lecho con las sábanas extendidas y si Alejandro tendría sus crayolas para dibujar caballitos en la pizarra. Y así amaneció, y amaneció, y pasaron muchos amaneceres, y no volvió a saber nada más de ellos. Todos los días, luego de ese suceso, eran el mismo y único día, una y otra vez como una canción en bucle.
Un mes después el hombre regresó inesperadamente a la casa de Alicia. Afirmaba que los niños lloraban mucho, querían estar con su mamá, reclamaban su presencia. No se justificó por el rapto, pero tampoco hubo un reclamo de parte de ella, solo estaba llena de anhelo y esperanza por verlos. Sus ojos lo decían todo, y solo quería saber dónde estaban sus pequeños y si acaso habían mencionado su nombre en la noche o en el día. El hombre nada dijo. Se limitó a comentar que los tenía cerca, los traía de regreso, que esperaban en la casa de una amiga. Confiada, afanosa y expectante, le encargó a Ariel, su nuevo esposo, que cuidara el hogar mientras iba por sus dos razones de vida.
Se encaminó al encuentro de ellos con su hermana menor, su otro yo, deseaba ir acompañada. En la vía que conducía al único hospital del pueblo, el hombre se adelantó un poco, quizá esperando que lo siguieran para llegar hasta los niños. Ella miraba distraída el paisaje, pensando en Marielita y Alejandro, en la separación, en lo difícil de que tuvieran no un hogar, sino dos, y en ocasiones cuatro, pues cada pareja representa dos familias.

Su pensamiento y su corazón no tenían otro lugar, ni otro centro. Gravitaba. Luego, al mirar hacia la ruta, sintió una sombra repentina que con saña, empujó su fina daga fina una y otra vez con una pausa morbosa y misteriosa. Una lámina fría como el hielo cruzaba su vientre, rompía su cuerpo, fragmentaba el mar tierno de la desesperación. Todo cambió para siempre en ese instante. Ya no era aun padre, un esposo, sino un uxoricida. Su mirada estaba desorbitada, balbuceaba, su daga era firme, no vacilaba, parecía tener un velo frente a sus ojos, una rabia irrazonable que no le permitía pensar o sentir nada concreto. Ella, con voz ahogada, imploraba por los niños. Pensaba en el futuro de ellos mientras caía desangrada en la acera. La carne suave palpitaba, perdía su fuerza, el cuerpo lloraba, se desplomaba como una bella torre de mármol.
La hermana, corrió pidiendo ayuda. Gritaba. Nadie osaba salir a socorrerla. Al final, cansada y jadeando, llegó a las puertas del único hospital cercano. La calmaron, golpearon su espalda, entendieron rápidamente la situación. Ella respiraba como un pajarillo asustado, como una liebre que ha salido de su trampa, como una mariposa entre las manos. Igual que el uxoricida, tenía la mirada en otra parte. Era lógico, estaba desorbitada. Fue como si un estallido hubiera sucedido en su mente, un embotamiento estéril que la transportó hacia otra realidad. Hasta dudó de su existencia. «¿Estoy aquí?». «¿Estoy aquí?…».
La ambulancia encendió la sirena de inmediato para acudir a la escena. El hombre, el cuchillo, el padre, ya no estaban. No había nadie. Solo una imagen dantesca. Todo era incomprensible. ¿Quién la mató? ¿Por qué? Quizá era una madre con hijos, una hija con madre, una hermana con familia. La mujer yacía acostada en el grisáceo pavimento. Hilos rojos descendían como ríos buscando la libertad de la mar. Tenía un rostro sereno. Sus manos eran blancas y limpias y su cabello rojizo y recortado caía sobre sus pechos. Alzaron legalmente el cuerpo. Ya era baladí llevarla al hospital, el sentido común decía que ya estaba más allá, en la otra vida invertida. Dormía el sueño largo en camino a cruzar el Estigia. Partió con ella el dolor, el recuerdo de sus hijos, la agonía, el perdón. Se apagaba una chispa entre dos nadas.
Su último lugar fue una caja de cristal emplazada en un cuarto con incienso, velas mortecinas, colores opacos, caras desconocidas, murmullos, café, endechas. Todos sabían que había sido el hombre, ese fracaso de ángel. A Marielita y a Alejandro les notificaron del hecho. Todo fue tan rápido. ¿Qué había sucedido? ¿Por qué ella? El hombre reunió sus vástagos y les confesó que lamentaba lo acontecido, que era doloroso para él también, que amaba a Alicia. Antes de llorar como uno sin esperanza, los palpó con sus dedos entrecortados, desfigurados, con sus dedos sin forma. Eran manos frías, instrumentos amoricidas carentes de amor. Órganos que ya no servían sino para estar en posición de plegaria. El hombre se dispersó a lo lejos y quedó recluido en la cárcel de su conciencia. Nunca se sabría nada más de él, solo silencio y silencio y silencio…, condenación y olvido.
Mon Laferte – El Cristal (En Vivo)
Escribe: DIEGO FIRMIANO*

*Escritor. Ensayista. Coleccionista de libros. Lector.
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