¡Es un don!
- Arcón Cultural
- 31 jul
- 8 Min. de lectura

«El mundo era hermoso y vasto. A nuestra escala» Andre Maurois
El Niggle de J.R.R. Tolkien tiene toda la estirpe de un genio: es capaz de crear un mundo complejo y hermoso a partir de un elemento simple. Porque Niggle es pintor, y una de sus mayores preocupaciones, o quizás, su arrobamiento, es que aquello que inició como una hojita arrastrada por el viento, trazada con pinceles delicados y tonos primaverales en el lienzo, amenaza con convertirse en un árbol, en un bosque, en montañas, en un paisaje completo. Ese Fiat lux artístico lleno de belleza lo embarga y lo llama, a pesar de estar próximo a realizar un viaje, posiblemente a un asilo o a un retiro forzoso del cual no sabemos las causas, pero sí la resolución: será en cualquier momento.
Frente a este desafío, y por qué no decirlo, ante la singular «revelación de la hoja», es que siente la necesidad de apurar el don, de ignorar el tiempo cronos y todo lo circundante, para entrar al espacio donde viven todos los artistas: la dimensión quirónica. No hay medianía en esto, ha visto, y porque lo ha hecho, Niggle cree. Sin embargo, esta armonía tan clara en su composición no nace en sus ojos, sino en su alma. Sabe que la energía de algún numen (llámese como se llame), se ha concentrado en un punto fijo: en su sensibilidad de artista y solicita una respuesta inmediata.
Algo es seguro, Niggle está siendo visitado por el genio de la hora y es su momento. De ahí entonces que al iniciar su empresa decida no apartarse de su realidad para vivir en la incertidumbre de su visión, tal como el escritor Amiel se malogró en la duda, sino que cree ardorosamente en ella y no vacila. Sabe, aunque es imposible demostrar una certeza, que semejante a la semilla de mostaza que es pequeña e ignorada, pero al crecer es poderosa y grande, así será su obra de arte cuando finalice y todos la vean y se arroben por la magnificencia de ella.
Esa es la fe en el arte, en su arte, y con esta virtud tendrá que luchar para vencer. Por el momento nada tiene más importancia para él que su concentración quirónica, es decir, estar en modo creación, allende a toda circunstancia, tiempo o lugar. En su carrera de pintor, y como buen perfeccionista, ha hecho algunos cuadros en temporales (y quizá por encargo) que no lo satisfacen. Una naturaleza muerta acá, un paisaje árido allá, unos bodegones en acullá, en fin, trabajos sin importancia y por eso ahora no dejará pasar este instante épico, pues ve un «ya», pero «todavía no». Es claro el alumbramiento.
La hoja apareció, y ante ella Niggle ya no se visualiza como un mero hombre, sino que siente ser el actor de un elemento continuo que necesita desarrollo. Por eso, o sigue creando y termina su obra partiendo de una simple «hoja arrastrada por el viento», o pasará al abismo de olvido semejante a un hilo de agua entre sus contemporáneos. Está dispuesto a romper la cáscara de la nuez de su alma para dejar salir el aroma de la creación, y así es que muy pronto su obra comienza a tomar proporciones dantescas, al punto, de tener que usar una escalera, e incluso, clavar un cobertizo en su huerto para extender su lienzo y seguir trabajando, pintando lo grande a partir de lo pequeño, captando matices, sustrayendo la vida misma para plasmarla.

¡Qué naturaleza más singular, y qué inclinación artística tan envidiable! He aquí un hombre que no ha perdido el sentido místico ni la concentración necesaria para crear una obra. Está en modo búsqueda del absoluto, sin necesidad de peregrinar hasta la Catedral de Chartres para sentir la forma armónica ni dormir en la cama del pintor J.W Turner para recibir inspiración. Solo trabajando en aquella pasión que le fue revelada podrá saciar su corazón, apagar su sed espiritual, encontrar Le art juste, y tener la iluminación fundamental para ver a Dios en la medida de su pintura.
Sin embargo, un suceso lo cambia todo, porque esta beatitud extática se ve interrumpida cuando aparece en su estudio, y de improvisto, su vecino Parish solicitando ayuda. El hombre, lesionado de una pierna como Lord Byron, manifiesta que su esposa está enferma y su casa se quedó sin tejas a causa de un viento recio. Es decir, necesita de Niggle su tiempo y su solicitud para ayudar a la mujer y quizás algunas maderas o lienzos de su taller para remendar el techo de su vivienda.
Pronto Niggle, aquel genio del arte, aquel artista embargado por la luz, se ve obligado a no poder hacer el bien sin causar mal, ni actuar mal, sin que produzca algún bien. Su equilibrio creativo amenaza con transformarse en desequilibrio si no prioriza. ¿O atiende al vecino en su necesidad o se enfoca en la hoja que le fue revelada? ¿O sigue pintando como un poseso o presta un servicio comunitario? Debe decidir, no hay otro camino. La suerte está echada.
Su reacción lógica (con un civismo insufrible) es ir al pueblo en bicicleta a buscar un doctor y un albañil para solucionar el inconveniente con sus vecinos. Es lo rápido, o al menos, lo más práctico. Sin embargo, esto parece no bastar, pues al día siguiente sin ningún aviso previo, un «agente» llama a la puerta de su estudio y lo interpela:
―Soy un inspector de inmuebles. La casa de su vecino está muy descuidada.
―Ya lo sé –dijo Niggle– le dejé una nota a los albañiles hace bastante tiempo, pero no han venido. Luego yo caí enfermo.
―Usted debió haber ayudado a su vecino… lo dicta la ley.
―Pero no puedo…
Alcanza a proferir Nigle antes de la catástrofe, pues rápidamente se elabora un juicio por sus acciones y se emite un veredicto: está obligado por ley a ayudar al otro o a los otros en su comarca, sea como sea, o habrá consecuencias. Este incidente nos incomoda a nosotros los lectores, ya que no dejamos de pensar en Oscar Wilde y su tragedia, incluso en Fiódor Dostoyevski, es decir, en la misión del artista frente a la responsabilidad comunitaria, o el compromiso social versus la vocación subjetiva. Un antagonismo que se repite en todos los tiempos y lugares del planeta.

En el escenario ideado por Tolkien no es posible visualizar el «Ars gratia artis» (arte por el arte) y por eso nos preguntamos ¿Le enseñan a hacer el bien social a Niggle con esta inspección, o simplemente quieren demostrar que no basta con ser un genio aislado? Un episodio extrañoque no deja de recordarnos igualmente al Josef K en El proceso de Kafka, quien también es procesado por leyes ante un juicio y con un sumario consignado que ignora. A causa de esta visita del «Inspector» y su infundada acusación de «incivismo» al no ayudar directamente a su vecino, un chofer llega por Niggle y es conducido a un asilo donde lo encierran en lugares oscuros para que medite.
Nada de pintar, ni crear un mundo a partir de una hoja suelta, ahora debe ser útil a la comunidad y no desperdiciar el tiempo en ningún tipo de arte subjetivo y burgués. Pronto toda esa «acción inútil» a los ojos de los otros, se convierte en un «realidad» amarga que lo baja del cielo a la tierra. Lo confinan en una cosmogénesis cerrada, o mejor, es expulsado de su dimensión quirónica como artista y esteta para ser introducido en el país estéril del cronos cíclico y monótono.
Con este terrible incidente pensamos¿ha muerto en Niggle su pasión por pintar? No del todo, pues en el asilo donde ha sido confinado, pinta paredes, arregla mesas, se convierte en un hombre práctico que trabaja con su cuerpo y no con su espíritu. Niggle, sinceramente es otro, es irreconocible, ahora es un complemente otro. No hay rastro de aquel previo apasionado de los colores, las formas y los trasmundos imaginados y hasta podemos ver un anciano encorvado siguiendo instrucciones y alineando sillas.
Es lamentable. Vivió en el paraíso de su creación y ha sido expulsado contra su voluntad o por voluntad de una ley que establece que, ayudar al próximo por encima de todo, es un asunto capital. Los hombres que lo han confinado en ese a un locus solus (lugar solitario) ignoran que anularon su conciencia, desintegraron momentáneamente su personalidad, anestesiaron su sensibilidad y abolieron su verdadero nirvana creativo. Ahora ya no es un artista quirónico sino un ser sub especie aeternitatis, atrapado en un cronos cíclico y sinsentido. ¡Aunque esperen!
Porque Niggle es un hombre con una pasión y nada lo espanta, es más, nada lo hace retroceder, y aislado como un buho en la noche, sigue pensando en su hoja arrastrada por el viento, en aquel génesis comienzo de un paisaje de inconmensurable belleza, es decir, medita constantemente en su Edén privado del cual no quiere salir. Su nombre, Niggle, cuyo significado resalta la cualidad de alguien «minucioso que se preocupa por los detalles» es justo el sello de la perfección y el apasionamiento requerido ante la obra inmortal. Por eso podemos escuchar un susurro leve, silencioso y profundo, en forma de oración: «¡O meliboe, Deus, nobis hoec otia fecit!» (Oh Melibeo, esta ociosidad nos la ha dado un dios).

De ese inútil combate en aquel asilo saldrá ileso y victorioso, y la soledad e incomprensión no han desmembrado su espíritu como a Mendel el de los libros de Stefan Zweig ni como al profesor en El Crimen de Silvestre Bonnard de Anatole France. Antes bien, las vicisitudes y obstáculos han endurecido el caparazón que protege la semilla del arte que alberga en su interior y solo espera su momento. Está dispuesto a florecer y germinar. Y ¡oh milagro!, esto sucede muy rápido, pues por alguna extraña razón, un buen día le dan libertad. Puede irse. ¿Qué?
¿Libre? Sí y aquí empieza lo mágico, pues el tren en el que se marcha se detiene a media camino (no sabemos por qué), Niggle se baja, toma una bicicleta, pedalea sin rumbo fijo, luego se cae y aparece «misteriosamente» en el mismo bosque que había trazado en el lienzo antes del asilo, en aquel mundo que inició con una simple hoja y que ahora es una comarca entera, incluso, con pájaros en las copas, ríos apacibles, montañas impetuosas, todo, con un follaje extenso y abundante como decorado. ¿Cómo sucedió este milagro artístico? ¿El fiat lux se cumplió? No es posible explicar esto sin perder la magia, no al menos en sentido racional, así que solo es necesario abandonarnos a las palabras de J.R.R. Tolkien plasmadas en el relato:
«Ante él se encontraba el árbol, su árbol, ya terminado, si tal cosa puede afirmarse de un árbol que está vivo, cuyas hojas nacen y cuyas ramas crecen y se mecen en aquel aire que Niggle tantas veces había imaginado y que tantas veces había intentado en vano captar. Miró el árbol, lentamente levantó las manos y extendió los brazos. [Y exclamó].
―Es un don.»
Niggle, por alguna extraña razón que el corazón no entiende, había comprendido el poder de la imaginación y la perseverancia en el universo quirónico del artista, donde la palabra y la imagen es más importante que la realidad misma, pues estas tienen la capacidad de crear de la nada, incluso, contra viento y marea, y frente a la incomprensión de los otros. Niggle es libre, Niggle es feliz. Todo esto es un ¡don!, es un ¡don!
David Benedict / «Leaf by Niggle» (Official Audio)
Escribe: DIEGO FIRMIANO*

*Escritor. Ensayista. Coleccionista de libros. Lector.
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