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Arcón Cultural

Letras: LILIANA GRISALES y otros

FURTIVOS

por DIANA PÉREZ DUQUE













Escondidos, opacos, perdidos, secretos,

Amantes, nocturnos, desamparados , terrenos,

Enamorados apasionados, entregados, traviesos,

Solo, enloquecidos, desenfrenados, sin miedo,

Apasionados, curiosos, condenados, dispuestos,

A entregarnos sin fronteras en este preciso momento…


Escondidos bajo el cielo,

Opacos en la noche,

Perdidos en el tiempo,

Secretos en el derroche


MAÑANA EN LA NOCHE

por FÉLIX DOMINGO CABEZAS PRADO













La mañana

Sube y baja como el río

Como ola de mar

Entregando en catarsis

Su corazón henchido

Cada paso del tiempo

Cada hora ya ida

Luce fresca y lozana

Recibe el mediodía

La mañana en sus abrazos

Y la entrega a la tarde

La tarde camina con ella

Se baña en la lluvia

Y la entrega a la noche

Qué mañana de noche

Qué noche en la mañana

La certeza se ahonda

La incertidumbre olvida los caminos

¡Qué mañana feliz!

Es ya, otro día.


BUENAVENTURA, CLAMOR DE VIDA

por JHON JAIRO SALINAS























¡Oh!, mí bello mar de Buenaventura...!

¡Perla negra del Pacífico!

Retumban los cueros de mi tambor...

Sonidos del África, son paz y amor...

Viene del más allá un grito de dolor…


Clamamos, ¡por favor!

No descuarticen sus cuerpos morenos...

No desollen sus pieles de ébano...

Casas de descuartizamiento, ¡desapareced!...

¡Basta ya!

No más ríos de sangre...

¡Suficiente!

fue el látigo del amo.

Clamamos ¡un grito! trepidante de vida,

niños con sus trenzas negras llenan de alegría,

en bellas tardes la brisa mía.

¡Oh!, mi negra bella olor a mar,

en tu piel morena saboreo tu océano y manglar.


Calles polvorientas de mi bello puerto,

danzan con la tulpa,

caderas cimbreantes de mujeres

bailando por la vida.


Porque Buenaventura retumba de alegría,

desterrando la muerte,

sus corazones seguirán siendo puros

como la luz del día.


Mi Buenaventura eres sonoridad de ritmo africano,

tus manos morenas como los cueros de mi tambor,

tu pueblo baila en místico danzón.


En tus tardes de puerto el calor se detiene

convirtiendo la brisa en lágrimas de aguacero.


Embriago de piel morena

musitamos en noche ardiente,

arde el currulao.

Mí Buenaventura melanina de sal,

sabor a calamar,

mi Buenaventura de dulce manglar.


Buscando la paz, día a día.

No más pies descalzos,

niños de Buenaventura,

no volverán jamás a pisar la muerte, pobreza y miseria.


¡Basta ya!, permitan que las pieles de los tambores

y timbales sean fe de vida,

porque yo canto con mí pueblo...

del bello mar de Buenaventura...

Donde se acaricia siempre la brisa pura...


¡Buenaventura! hermana del litoral,

eres espejo de matiz abisal,

embriago de piel negra azul;

en bello puerto escuchamos el trinar de tus olas...

Guardando su estrella en luna morena.


¡Buenaventura, eres borojó!

Labios de biche...

Dientes de coco...

Sos novia de los vientos...

Pargo rojo...

Eres chontaduro...

Eres amor del negro puro...


PROMESA

por ALEXÁNDER GRANADA RESTREPO, "MATU SALEM"















Te lo dije

El día de ayer,

De un ayer,

Que estaba

Inmerso

En otra vida:

Cuando lleguen

Al mundo

Las naranjas,

Te daré

Jugo delicioso

-dulce, amargo-,

Y con sus hojas

De aromas exquisitas

Te asiré,

Como en laurel,

Verde corona.


Es tan cierto

Lo que dices,

Ser amado,

Que mi garganta

Erosionada,

Al oír

Tu palabras de aceitunas,

Siente,

Cual descanso,

Como fruto

De la vid

Ya fermentado.


Y es mi amor

Que viene y

Se sostiene,

Con la miel

De tu jugo

Prometido,

Con la fe

En una promesa

Sin olvido,

Que al decirla

-tú, mi bien-,

Ya se ha cumplido.


POEMARIO

por MIGUEL ÁNGEL RUBIO OSPINA




















Este verso Es mi trinchera Mi salvaguardia. De esta vida absurda De esta loca Estrafalaria.

Este verso Es mi trinchera, Mi escena favorita, Mi redención Mi coordenada De un peligro constante De sucumbir en la nada.

Este verso Es mi trinchera, Es Poesía, Es pedra y eco, Es rima y catarses, Detenidas en el viento.


INVASIÓN

por MERARDO ARISTIZÁBAL





















Tienes todo lo mío. Tengo todo lo tuyo. Quedamos vacíos pero llenos de otro.


POLÍTICA

por CARLOS MARIO CASTAÑEDA SEPÚLVEDA
















Estamos perdiendo la fuerza

que de desnudos nos da el amor

y ya vestidos…

nos avergonzamos de ser los amantes

que necesitamos

con sí mismos…

Cuando no alcanzamos

ni a ahogarnos en pasión

en la piel del otro…


Que fría es la caricia,

arropándose de ironía

cuando no alcanzo a ser yo

mi piel no es mi piel

tus manos no son tus manos

ni las manos del mundo.



LUNA DESNUDA

por LILIANA GRISALES CEDEÑO*
















Hace frío;

la luna vistió

su traje de luces

para salir a contemplarte,

juguetona se esconde

detrás de los árboles

que rodean tu casa,

mira cómo trae en su mano

el brillo de las estrellas

para colocarlo en tu triste mirar,

le habla a las constelaciones,

a los cometas y al alba de tu mágica sonrisa;

quiere invitarte al mar

donde las valquirias y sirenas te esperan;

cómplices son de su amiga luna de ese amor

que no puede callar.

Canta a la aurora y está sopla

sobre tu rostro aire fresco

para que pueda despertar.

La Luna su traje de luces

cuelga desnuda duerme,

no para de soñarte,

de vez en cuando

asoma un poco de su cara

para que no olvides que ahí está,

que pronto estarán nuevamente

al frente de tu ventana resplandeciente,

porque así son las lunas enamoradas

suspiran estrellas fugaces

cuando su amado las mira

en las noches de soledad.


*Nació en Chinchiná caldas un 24de octubre de 1974.

Vivió en Medellín, Bogotá y actualmente en Pereira.

Técnica en prescolar y otros estudios.

Escribe poesía desde siempre. Es su pasión, motor, lo que le permite hacer catarsis y continuar por la vida. Ama las caminatas ecológicas, las causas sociales, la música y la literatura.

Empírica, participante de talleres de escritura como Letras en confinamiento, Sitibundas, Ciclo América 2.0 de la revista Oroburos.

Cofundadora del colectivo cultural péguelo de la ciudad de Pereira desde hace un año.

Organizadora de eventos poéticos en bares de la ciudad de Pereira.

Participó de recitales de poesía virtual y presencial como:

8 festivales de poesía comuna 6 Diversos.

3° Encuentro internacional virtual de poetas y escritores academia de literatura latinoamericana de San Luis Potosí México.

Contagio poesía: seducción y poética 20-20.

Semana por la paz 33 años Redepaz.

Poesía en café Bulevar:

Oro en los dientes.

Poesía y canción en café boulevard.

Primera antología de poesía inédita del sello editorial y Contagio Poesía.






Cuentos y ensayos






SIN NOMBRE

por EMMA DELLYS MARULANDA


Ahora que el mundo dejó de ser mágico. Por el hecho de que te han abandonado. No volverás a regalar la luna llena de las noches de primavera.


Ahora recordarás con nostalgia los días lluviosos en lo que estaban. No existirá un presente por qué ya todo ha quedado en el pasado.


Zafiro destellante lleno de Soledad, brisa de la mañana llena de agonía. No se volverán a entrelazar los dedos cuando de la mano se llevaban el con ella y ella prendida de él.


Hoy solo te que el pasado fallido y los días venideros; No se pierde cuando sé amado con el alma, no se pierde cuando ya no tienes nada.


Y si lo que quieres es olvidar algo tan querido, no te aferres a las rosas,ni a los poemas dichos,ni a las canciones dedicadas mucho menos a los momentos que ya vividos, dejan tatuada el Alma.


Y quizás no volveras a ser feliz; Entre una y otra cosa ya no importa. Hay millones de seres en el mundo, capaces de mutar un amor profundo y tu aferrada a la carne muerta de este amor que aunque aún gobierna el espíritu, ya no pertenece a este mundo.


Y aunque en las largas horas tu nombre invoque, una nube de humo te asemeja quizás tu allí inmersa me humilles con el desprecio de la noche, tu nombre llega.


Y aunque la muerte siempre está presente no hay cabida aquí para ella, por qué el amor que me rompe llega, cual sombra en la madrugada irrumpe.


Ahora que tu presencia ya no alumbra, mis oscuros días, hay un sentimiento que aún sufre tu partida, ya no hay retorno, pues ese amor que decías que existía se extinguió como la llama en esa fogata que ahora está en cenizas.


Ahora solo me que la dicha de mi Soledad, Triste pero mía.




DIA PROPICIO PARA

NUNCA LLEGAR UN PARTES*

por CARLOS ALBERTO AGUDELO ARCILA


Un paso nada más. Dos vacíos y un paso más allá o hacia abajo. No importa. Dar el paso y seguir su sombra. Luego abrir los ojos a las huellas sin destino. No tener enfado. Permanecer sereno. Ir al final del ángulo desmembrado de la tempestad del aspa tejida con siluetas de cigarrillos ensangrentados. Coger el hatillo para llegar al no importa dónde la coma. Lo excepcional es dejarse ir. La rendija o la tapia tienen el mismo significado para quien esté listo para el desliz o el salto. Luego sentarse en la orilla de un periodo donde las palmas se diluyan en el adiós y la mirada del ganso desplumado permanezca limpia tres minutos antes de ser cocinado en la olla del Quindío. Poner la cara entre la mano izquierda sonreír darle el brazo amputado al andariego sin remordimiento alguno. Ser próvido y dejarlo desertar con nuestros dedos entre sus dedos los cuales algún día han de tocar la flor entremezclada con el origen de las peñas donde se vislumbra de esta agua no he de beber. Las épocas perdonan. Los días instauran el paso mortal de la sombra. Gritos y silencios hacen parte de la cábala. Tres instantes después descifrar interrogantes respecto a la mañana de ojos inconmensurables también relaciones de la moneda falsa en noches de estrellas muertas o respecto al voltear hacia el otro lado del universo como si anverso y reverso sucedieran en el intervalo incapaz de resolver su marcha junto a los paseantes desnudos e inoportunos en el tiempo de mirar la aurora el crepúsculo o la ardilla en el andamiaje claroscuro. Con los años arrancar del árbol la manzana prohibida almacenarla en la canasta sin fondo meter gusanos con cadáveres a cuestas. Resurgir desde la podredumbre el olfato exacto para husmear la vida con imperturbabilidad. Desarticular el gesto de la alimaña. Amar el mundo desde la cresta hasta lo ceremonial de sus costados. Amaos los unos a los otros. Sonreírle a manera de oración al gato y al ratón. Amar la simiente fantasmal. Festejarle al paseante la aventura de medir la distancia entre la lumbre y el cuarto sin luz en el otro lado de alguna razón ensimismada en el tercer misterio listo a develar el posterior bostezo como si fuese un epígrafe capaz de reafirmar la existencia del aleteo idóneo cuando va de piedra en piedra a resolver el misterio de la humedad estancada en la extensión opuesta de siglos descomponiéndose en el parpadeo sin luminiscencia de las luciérnagas. Hoy es el día ambarino del verde. Hoy es el día impúdico del amarillo. Hoy es lunes de cocodrilos en la diestra de las lágrimas. Hoy es el día de verter ríos entre las bocas de quienes no saben nadar. Polillas caen en laterales del tiempo propicio para nunca llegar un martes a la maleza arrojada en el pabellón de los desahuciados. Incontables catástrofes colonizan la última tarde de la madera. La aurora se vierte en el vaso sagrado del índigo de incalculable vidriosidad cetácea. Amaneceres caen en el sumidero para ordenar el día del agua reflexiva cuando el poeta bebe el poema escribe el agua mientras en azul se diluye el agua como la lejanía del mar incoloro se torna el poema como algo no escrito. El momento es vela vallejiana. Viento de vela. Vela de viento tardo coincide con tiempo sujeto en el viento del viento viento. Padre nuestro que estás en la orilla del hambre. Santificado sean tus domingos junto a la putrefacción regada en el parque de los atormentados. Venga a nosotros tu reino inconcluso. Hágase tu voluntad de catástrofes y miseria humana. Danos hoy tu palabra incierta. Perdona tus propias ofensas como también nosotros perdonamos a quienes excrementan indiferencia frente al padecimiento del caparazón cuando soporta el retumbar de la gota más blanda del oleaje. Bendito por permanecer en la tentación del mal. Líbranos señor de tu soberbia y tu mundo en llagas. Llegan decenios antes del 598 cuando el soplo se hizo brizna porque todo lo pudo. Fue un instante ideal al lado de la pilastra capaz de soportar el pecado mortal de haber sumado lo concluyente con la curva del viso de la esmeralda en la base del ojo ajeno. Gotea. Gotea. Llueve. Llueve. Es domingo o viernes. Es viernes. Es domingo. Es. Es. Es. Es. Truena. Llueve. Filtra. Llueve. Las sombras se guarecen bajo el titilar de la luz pronto a irse por el travesaño de la lujuria del trueno. Luz desnuda en el desteñido. Ropaje de luz repentina al entrar por la puerta de ciprés. Nadie empieza la jornada. Palabra a palabra el mundo se aleja hasta un título reverberante desdentado a la hora de omitirse el verbo y la carnalidad del titubeo para empezar a desmitificar el beso. Anclan senos en labios cerrados. Se gestan roces en la cuadratura del nervio absoluto de hoy sin nombre. Hoy de siempre de llaga y frío. Hoy en la estación del cartón donde se recluye al anciano moribundo. El tiempo cortado está a la orden del día. ¿O qué? Escucho la palabra precaria. La palabra de estos días. Las aguas se acercan. Se vislumbra el óvalo de rocío a punto de hormiguear sus extremidades. Él ya almorzó. Almorzó X Y y un resto de urgencias. Truena la bisagra. Rechinan vocales. Gritos cierran puertas. Llegan. Llegan. Llegan. Llegan. Llegan. Llegan. Todos esperan. Esperan. Esperan. Esperan. Esperan. Esperan. Esperan. Esperan. Esperan. Esperan. Esperan. Nadie sale. Nadie. Nadie. Nadie. Nadie. Nadie. Nadie. Nadie. Nadie. Nadie. Nadie. Hoy es un día propicio. No importa. Importa lo elemental de una tarde por degollar el día propicio. El día propicio para nunca llegar un martes. ¿Cuánto habla? Son palabras domésticas. Se domestica la palabra en el pico de loro. Falta poco por llegar a la madurez de la cáscara espero a la entrada del disco en la cruz. Está lista. Atardece.


*Capítulo de la novela surrealista inédita MARTES DE NUNCA LLEGAR


(Publicado orignalmente en el diario La Crónica del Quindío y divulgado bajo autorización expresa de su autor).



SEIS MINUTOS DESPUES DE LA UNA

por CARLOS ALBERTO RICCHETTI


Hastiado del encierro, de suplicar sin ser oído, recordé cuando alguien mencionó que nadie se burla de los muertos ni del lugar donde descansan.


Lo comprobé demasiado tarde. Muy a pesar de los errores cometidos, añoran otra oportunidad aunque a veces resulte imposible. Odian a cuantos miserables desperdician impunemente los días, a aquellos tratando de emularlos al recrear lo desconocido, a partir de una mediocre imaginación.


Esa es la soberbia intelectual de los muertos. Observan la vida cotidiana de cualquier forma, envidian a quienes la transitan, pero no extienden ese sentimiento hacia sus iguales. Rechazan con dolor a los seres queridos llevándoles flores, aborreciendo a los sátrapas que lucran la incoherencia de las lágrimas y el simple depósito de unos pobres huesos apilados. Querrían prohibirles hacerlo, sentarse apaciblemente a aguardarlos cuando sea la hora, pero no descansan en paz hasta ser olvidados.


A veces son ambivalentes, apareciéndose en el sueño de los vivos breves instantes para amarlos de nuevo. No les importa que al despertar recordaran poco o nada. Como ángeles de la guarda, reclaman breves oraciones de vez en cuando para evitar molestias.


También son conscientes de cual debe ser el primero, en el caso de producirse vacantes en el largo sendero de la existencia, despreciada por tantos mortales.


La ausencia del aliento, de la esencia de vida, es distinta a jugar a los vampiros. En cada atardecer, un coro de voces angustiosas se eleva desde el corazón de la tierra hasta el Cielo, para suplicarle a Dios conceda tan sólo a uno la gracia de recuperar el tiempo perdido, sonreír, abrazar la esperanza, cantar, jugar al fútbol, dejar el cigarrillo y disfrutar del milagro de volver en toda la extensión de la palabra, repetida hasta el cansancio desde la monotonía de la contemplación permanente.







Trabajaba entonces en el correo, distribuyendo la correspondencia de lunes a sábado sobre una bicicleta verde. En aquella calurosa jornada, la planificación del extenso recorrido establecía la necesidad de atravesar el cementerio de Castelar. Las calles realizaban la suerte de una exhaustiva parábola indiscriminada, la cual retorcía sus veredas y entorpecía aún más la pésima numeración.


La enorme cantidad de sobres me arrebataba cualquier excusa para detenerme, pese a experimentar desde niño una inusual fascinación por las tumbas y bóvedas. Leía nombres que jamás antes había escuchado, para luego tratar de imaginármelos junto a las descoloridas fotos grises o sepia, añadidas a partir del afecto más profundo. Quería llevarme hasta el más mínimo vestigio de un pedazo de tierra al que difícilmente volvería.


El cielo era celeste intenso, con nubes de almidón redondeado, pero mi alma albergaba la verdadera tonalidad de ese paraje derruido, víctima de la interminable morbosidad humana, lleno de dolor, de recuerdos permanentes y olvidados con la rapidez de un soplo. Al costado de la angosta trocha yacían los nichos grises de niños, atesorados entre el crujir de ramas dislocadas desde hacía treinta, tal vez cuarenta años. Más atrás, los abuelos adorados, conviviendo a cuatro metros bajo la tierra negruzca, salpicada de pastizales desparejos contra el mármol. En el centro, las angostas bóvedas de algunos hombres de empresa, falsamente ponderados luego de una vida avocada a trabajar, donde supieron conseguir apenas el reconocimiento de sus propios bronces. El resto lo presumí lleno de madres, viudas, de buenos maridos, cornudos y de los otros, emergiendo desde los ovalados marcos de metal con el rostro apacible, ceremonioso, para honrar un buen legado no siempre verídico.


No necesitaba adivinar el color de mi alma, cuarteada como el bloque de granito situado a pocos metros de la pintoresca bóveda del pobre José Ismael Beltrán, el anfitrión perfecto de éste reino de congoja con el cual me identificaba. Fallecido en mil novecientos ochenta vaya a saber por qué, su pequeño retrato en sepia evidenciaba el deseo entrañable de vivir tras la precoz madurez de la barba, el cabello ondulado de color castaño igual a los ojos, reflejando una alegría inconmensurable.


En torno al portal de la bóveda se acumulaban las plaquetas de familiares y amigos. Sólo un puñado se renovaba con el tiempo. La más pequeña era un corazón de vidrio, portando la leyenda: “Tu novia que a un año jamás te olvida”.


Fue como si a través de algo superior a los sentidos, el rostro de José me revelara la suma de sus deseos, aspiraciones, los secretos de esa existencia hermosa, cálida, sencilla; los detalles del violento choque que lo arrebató hacia el umbral de la luz, absorbido por una extraña fuerza al transitar la oscuridad, camino a la Gloria.

“¿Por qué debió morir?”, me pregunté varias veces durante el silencio de aquella tarde cercana y lejana a la vez, cuando era libre sin saberlo. Pude vislumbrar la escena del sillón rojizo de una antigua discoteca capitalina, donde sentado junto a la novia bebía el primer “Séptimo Regimiento” de la noche. La intermitencia de los flashes, bombardeaba la penumbra azulada envolviendo a los bailarines de la pista. El sonido era ensordecedor. A los apasionados besos, sucedió el furtivo vuelo nocturno en el Citroën mostaza hacia la Costanera Norte, donde hicieron el amor entre los vidrios empañados.


Al derretirse el sol de la tarde, tenía la impresión de haberme hecho amigo de José. Ambos deseábamos estar en el lugar del otro. Víctima de las obligaciones me despedí, ensayando la maldita costumbre de trocar alegría por pesar. Como la tristeza lo era todo pero el gozo se negaba bastante a menudo, recuperé la desolación acostumbrada con un sabor agridulce dentro de la boca, casi placentero, que invitaba a profundizar la visión del mundo.


Mi atención a la ruta de vuelta era ínfima. Los objetos adquirían una deslumbrante fugacidad. Presionando el manubrio, planeaba contarle a José las cosas que habían ocurrido desde su inesperada partida.







A los veinticinco años, el tiempo parecía sobrarme. Lleno de incertidumbre, probé una nueva forma de analizar la realidad frente al desconocido futuro. Me volví ateo, cansado de tanto dogmatismo arbitrario y miope. No deseaba aguardar el transcurso de los acontecimientos bajo la tutela de un dios dormido. Necesitaba llegar al límite, sin importarme perder la cabeza. Presa de la juventud, carecía de firmes convicciones. Mi débil alma volaba ciega, fascinada por lo incógnito, avanzando desguarnecida hacia el mal.


El reloj negro de pulsera indicaba la una y seis. La inusual ansiedad iba trazando el preludio de la solución añorada. Soñaba con ser brujo. Veía en ello la llave a las misteriosas respuestas, a la satisfacción de librarme de la amargura y la soledad de una vida puerca, estéril, que aborrecía con profundo resentimiento. La magra información obtenida al filo de bibliotecas o publicaciones baratas, constituían la suma de conocimientos adquiridos. Cometí la torpeza de desestimar el tipo de fuentes, sus argumentaciones. Todo.


Vestía remera negra, la infaltable riñonera de cuero marrón sujeta a los pantalones vaqueros azules de diez pesos, donde guardaba varias bolsitas plásticas de supermercado; un llavero multiuso, que actuaría de sevillana ante cualquier eventual sorpresa, la cuchara de postre de la primera comunión, el único huevo crudo de la heladera, envuelto en papel celofán y el metro de mamá para cortar el empacho.


La avenida lindante al cementerio estaba desierta. Las nubes difusas cortaban la escasa claridad, a falta de un mísero reflector. Trepé la parecilla de ladrillos corrugados, posterior a la puerta de entrada. El calor y la humedad resultaban agobiantes. Raspé el codo contra el áspero borde hasta sangrar, dejándome caer hacia el interior. En medio del abismal silencio, mi cuerpo rasgaba la antigua atmósfera sepulcral como un cuchillo de ostentación sanguinaria, perseguido por el golpeteo acelerado de las zapatillas abotinadas oscuras. Al alumbrar el culebrizo entorno, el foco se topó con la foto de la bóveda de José. La seguí a hurtadillas con la mirada. Por instinto, sonreí.


Antes de comenzar decidí volver a sujetarme el cabello. Tomé la cuchara, junto a una de las bolsitas. Empecé a recoger tierra del otro costado del montículo, desenvolví el huevo y lo rompí en el aire para formar una emulsión cremosa. Algunos minutos después, guardé la mezcla con sumo cuidado, dispuesto a salir.


Unos crujidos casi imperceptibles que provenían de la callejuela cercana a la galería del centro, me obligaron a ocultarme tras la lápida. Al no surgir nadie entre las sombras, seguí adelante. El cielo se nubló. La luz intermitente de la luna aparecía detrás del hombro de una dolorosa, situada en la azotea de la bóveda de la familia Hernández. Los juegos de sombras creaban la ilusión de inclinarla, a punto de caerme encima. El cementerio se fue colmando de singulares aromas, mezcla de tierra mojada y florecillas frescas. Advertí que aún conservaba la bolsita en la mano y la acomodé cuidadosamente dentro de la riñonera. El viento creaba la sensación de inspirar profundamente. Los crujidos se hicieron más intensos. Observé la rama de un ciprés azuzar el tramo final del muro, desprendiéndose el yeso sobre la vieja caja desarmada de televisores Samsung a sus pies.


Al darme vuelta, me dejé llevar hasta la bóveda contigua para cambiar de aire. Comprobé lo inconcebible.


-¡Te lo dije, te lo dije! –murmuró una vocecilla aflautada desde el interior. ¡Me las ibas a pagar!

-¡Pero yo no sabía nada, nada! –contestó otra algo más gruesa.

-¡Te lo dije, te lo dije…!.... ¡Ji, ji, ji, je, je!


La secuencia del diálogo se repetía de manera constante. Corrí sin pensar hacia cualquier salida imaginaria. Golpeé la rodilla contra el extremo saliente de una cruz de mármol labrado. Percibí un hedor nauseabundo, mientras trataba a duras penas de incorporarme. La extraña sensación de un trapo frío en el hombro paralizó mis restos de cordura. No pude evitar gritar al ver la horrible silueta vestida de traje antiguo marrón, con la dentadura mellada y el rostro descarnado. Al retroceder, tropecé. Como un cangrejo avanza a la orilla del mar, caí a la fosa donde me había detenido a revolver la tierra. Aunque sentía la rodilla dolorida e hinchada, pude salir de prisa. Frenético, arribé a un angosto pasadizo rengueando. La dolorosa de la bóveda de los Hernández parecía reír maldita. Un ruido loco de maderas partidas brotaba del interior de los sepulcros, mientras las paredes bramaban con estremecedora violencia. Los encastres de las tumbas liberaban material a cada golpe. Los nichos de niños dejaban escurrir las fortísimas resonancias del llanto, acusando la ausencia de las madres.


La tierra iba abriéndole paso a manos, cabezas y troncos. Los cadáveres avanzaban atolondrados en el sector de la salida principal. La velocidad del viento aumentaba, junto al olor a florecillas frescas y tierra mojada. La luna se disolvió tras las nubes que paulatinamente, adquirían el matiz de carbones humedecidos. Los rayos encendían a su antojo el hechizo celestial. Opté por buscar refugio en la casilla del cuidador. Comenzó a tronar con furia. Ignoraba la causa que me hacía pensar en José. Un puño macizo y caliente me tomó del cuello de la remera. Mi espalda dio un golpe hueco contra la pared. La luz frontal me cegó.


-¡¿Qué hace usted acá?!


Confundido, cerré los ojos con fuerza. Al notarlo, el sujeto apartó el foco del candil.


-¡¿Qué está haciendo usted aquí, le digo?!


El rostro envejecido del calvo mocetón obeso, refunfuñaba arrugado sin que pudiera darle explicaciones. El sudor le bañaba el semblante bajo la gorra francesa. Su nariz de albóndiga moqueaba un delgado hilo verdoso, descendiéndole hasta la comisura de los finos labios entreabiertos. Alegaba, enarbolando sus cúbicos dientes manchados por el alquitrán de muchas noches en vela. Sonreí nervioso, tenso y maniatado.


-Yo…Yo estaba….Me siguen…Me siguen…


El sereno me miró de arriba a abajo sin soltarme.


-Mire, señor…No…No sé…No sé nada de lo que está pasando acá….Yo…Yo no sé nada…


Volvió a empujarme de nuevo a la pared, esta vez de las solapas. Sentí mi cuello entumecerse. En cambio, al enfriarse la herida, el áspero roce del pantalón mojado insinuó el corte profundo sobre la piel sangrante. El feroz latido de la contusión, competía desigual con el del ritmo cardíaco. Transpiraba una sustancia helada, insípida e inolora. Tenía la boca pastosa y seca. El viejo movía la cabeza a modo de negación.


-Allá. Allá afuera…Los…Los muertos, señor…Los…Mu…mu…ertos…

-Pero decíme, flaquito; ¿vos estás mamado y me querés venir a volver loco a mí? No, macho. Te voy a mandar en cana…


El humo de los alientos se intercalaba.


-Sí, sí…Por favor –repliqué en histérico gesto de alivio con dificultad. Por favor, señor…Llame al que a usted… Le guste… Llame a la policía…. A los bomberos… Llame a todo el mundo, señor…. U… Usted… Sabe… Lo… Que… Es… Es… Tá…. Pasando… Allá… A… Afuera. Que… Al… Ggggui… En… Ven… Ggggui… En… Ven… Ggga… Vvvvve… Venga pronto… Sssss… Señor…


El viejo meditó unos segundos. La lluvia estalló, precedida de feroces truenos.


-¡Es lo que voy a hacer! –afirmó al soltarme.


Se dirigió al teléfono a disco celeste, situado en una lúgubre mesita a centímetros de la pared de mampostería. Forcejeamos.


-¡Salí de acá, tarado!

-No… No… ¡¡¡No!!!

-¡Soltáme, infeliz de mierda! –aulló.

-¡No, señor! ¡No me deje sólo!


Me empujó. Perdí la estabilidad al apoyarme sobre la pierna golpeada. El sereno avanzó hacia mí con un improvisado garrote negro de goma, cuando un rayo parpadeó en el marco de la puerta. Hizo una mueca de horror. Se tomó desesperadamente el pecho, apoyándose reclinado contra una de las paredes. El hedor era cada vez más insoportable. La terrible figura llevaba la camisa blanca desgarrada a la altura del abdomen, donde brotaban sus intestinos agusanados en un mar de humores viscosos. El sereno soltó un seco y abrupto jadeo de agonía antes de desplomarse.


Al huir, logre zigzaguear uno a la carrera. Otro se abalanzó. Tomé una pala clavada a la vera del camino. A fuerza del canto de metal, le desprendí la cabeza, que rodó sin dirección por los maltrechos adoquines. La legión de muertos no cesaba de abandonar sus sepulcros. Formaban hileras desordenadas a fin de rodearme. De nada sirvieron los movimientos a diestra y siniestra. Ya perdido, especulé en vano con mi habitual rapidez, pero el dolor de la herida terminó de signar esa noche de traiciones personales.


Fui arrastrado por varios de ellos. Nunca antes había experimentado tanta indefensión. La perplejidad del miedo anestesiaba todo grito de socorro, el menor intento de librarme de esa pesadilla. La gruesa lluvia bautizaba mi pierna maltrecha entre los barquinazos sobre lodazal.


El desplazamiento cansino de esos cuerpos horripilantes, ahogaba de miedo cualquier fugaz intento de socorro. Llegamos a la bóveda de José. Tuve mucho frío en el momento que separaron mis brazos acurrucados. Tiritaba. Hubo un leve destello.


Los contornos de la realidad comenzaron a evaporarse como una visión obsesionada en atravesar cristales opacos. El entorno pareció tomar la forma de manchas difusas. La calurosa hinchazón de mi pierna adolorida comenzó a apagarse, hasta que la negrura fue perpetua e instintiva.






En las primeras horas de la mañana, varios transeúntes advirtieron un hombre inconsciente sobre la cortada lateral del cementerio. Nadie se detuvo al pasar, hasta que la dueña del quiosco “de Lita” llamó al servicio de emergencias. Recién tres horas después arribó la ambulancia. Media docena de curiosos murmuraban alrededor del cuerpo. Dos fornidos camilleros de uniforme verde y un paramédico, con el nombre “H. P. Suárez” bordado en el bolsillo superior del delantal blanco, rompieron malhumorados el cerco.


-Está reaccionando –sentenció el profesional. Recupera el color…


Luego extrajo el estetoscopio del pequeño maletín ámbar.


El niño del puesto de periódicos de la esquina, trajo un vaso azul de plástico desbordante de agua.


-No le escucho bien el corazón. Lo vamos a tener que llevar para hacerle los controles de rutina. Es difícil establecer los síntomas aquí...


Uno de los camilleros se dirigió al chico.


-¿No te enojás si me lo tomo? –dijo con aire de complicidad. Él no la va a necesitar…

-Está bien –fue la escueta respuesta.

-Además no sabemos si puede ingerirla… A lo mejor le hace mal. ¿Me entendés?


El niño absorto ni siquiera volteó a verlo. Suárez levanto la vista, dejando que los enormes surcos de la frente se insinuaran dónde estaba perdiendo el cabello.


-¿Vamos? –insinuó.


El camillero terminó de un trago el agua. Le devolvió el vaso al chico, sin darle las gracias. Cuando llegó el compañero con la camilla plegable, lo cargaron. Veinte minutos después de conectada la sirena, llegaron a la guardia del hospital. El encargado de turno lo examinó. Después de hacer varios firuletes sobre la planilla sujeta del broche metálico a una tabla de madera, recomendó asignarle una cama.


Luego de dormir algunas horas, los pies descalzos del hombre besaron el suelo. Fue al baño. Abrió el grifo, se enjuagó y acomodó su cabello frente al espejo. Detrás de la barba tupida, asomó el rostro azorado, alegre, radiante de deseos de vivir. Pronto buscó la ropa pasada de moda que colgaba en el armario de la habitación, dispuesto a ganar las calles de nuevo, rumbo a la casa de la novia de hacía dieciséis años. Nunca supo cómo se enteró de los dos hijos de Alicia con otro hombre, pero tampoco porqué a ella no le importaba demasiado en caso de volverlo a ver.







Era domingo, cerca de las once del mediodía. Una mujer hace una ligera pausa al rondar la bóveda de José, llevando un ramo de gladiolos rosados. Tenía el aire típico de la aristocracia; el ceño fruncido, el gesto de vilipendio. Inspeccionó indiferente el oscuro abismo interior del encierro de barras y siguió de largo.


Entre tanto, mis manos invisibles se destrozaban exhaustas del otro lado del vidrio pugnando en vano por salir, con la desesperación de dos puños apretados que retumban sin cesar sobre el eco de los días.






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