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Miguel Hernández, el poeta del pueblo


Poeta español adscrito a la Generación del 27, Miguel Hernández destacó por la hondura y autenticidad de sus versos, reflejo de su compromiso social y político.


Nacido en el seno de una familia humilde y criado en el ambiente campesino de Orihuela, de niño fue pastor de cabras y no tuvo acceso más que a estudios muy elementales, por lo que su formación fue autodidacta.

Su interés por la literatura lo llevó a profundizar en la obra de algunos clásicos, como Garcilaso de la Vega, Luis de Góngora o Calderón de la Barca, que posteriormente tuvieron una marcada influencia en sus versos (especialmente en los de su etapa juvenil) y en sus primeras tentativas teatrales.


Testimonio de su viuda



También conoció la producción de autores como Rubén Darío o Antonio Machado. Participó en las tertulias literarias locales organizadas por su amigo Ramón Sijé, encuentros en los que se relacionó con la que luego fue su esposa e inspiradora de muchos de sus poemas, Josefina Manresa.

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Con veinticuatro años viajó a Madrid y conoció a Vicente Aleixandre y a Pablo Neruda; con este último fundó la revista Caballo Verde para la Poesía.


Documental



Las ideas marxistas del poeta chileno tuvieron una gran influencia sobre el joven Miguel, que se alejó del catolicismo e inició la evolución ideológica que lo conduciría a tomar posiciones de compromiso beligerante durante la Guerra Civil Española (1936-1939).


Junto a su familia.


Con el triunfo del Frente Popular colaboró con otros intelectuales en las Misiones Pedagógicas, movimiento de carácter social y cultural; tras el estallido de la Guerra Civil (julio de 1936), se alistó como voluntario en el ejército republicano.


Durante la contienda contrajo matrimonio con Josefina Manresa, publicó diversos poemas en las revistas El Mono Azul, Hora de España y Nueva Cultura, y dio numerosos recitales en el frente.


El fallecimiento de su primer hijo (1938) y el nacimiento del segundo (1939) se añadieron como motivo inspirador de su obra poética.


Terminada la guerra regresó a Orihuela, donde fue detenido. Condenado a muerte, se le conmutó luego la pena por la de cadena perpetua.


Concierto homenaje de Joan Manuel Serrat



Después de pasar por varias prisiones, murió en el penal de Alicante víctima de un proceso tuberculoso.


De esta forma se truncó una de las trayectorias más prometedoras de las letras españolas del siglo XX.


Incógnitas



Poesía


Josefina Manresa, la pasión del poeta.


Aunque cronológicamente el autor debería pertenecer a la llamada promoción del 35, de la que formaron parte poetas como Luis Rosales o Leopoldo Panero, el estilo de su obra y su relación con los representantes de la Generación del 27 hacen que se le considere el miembro más joven de esta última o el "genial epígono del grupo", en palabras de Dámaso Alonso.


Su trayectoria como escritor dio comienzo con algunas colaboraciones en la revista de tendencia católica El Gallo Crisis, dirigida por Ramón Sijé.


El esposo soldado (Poema de Miguel Hernández recitado en su propia voz)



Su primer volumen de versos, Perito en lunas (1934), está formado por 42 octavas reales en las que los objetos cotidianos y humildes son descritos con un hermetismo formal en el que trasluce claramente el magisterio gongorino.


Sin embargo, en otros poemas de la misma época se intuye una mayor soltura verbal y el inicio de su compromiso con la causa de los desheredados.


Vida y tragedia



En 1934, después de dar a conocer en la revista Cruz y Raya el auto sacramental Quién te ha visto y quién te ve y sombra de lo que eras, de carácter calderoniano, comenzó la que a la postre fue considerada su obra maestra y de madurez, El rayo que no cesa (1936), que inicialmente pensaba titular El silbo vulnerado.


Sus palabras conmovían a las masas, gracias a su ideología profundamente popular.


La vida, la muerte y el amor (éste como hilo conductor del poemario) son los ejes centrales de un libro compuesto mayoritariamente por sonetos y deslumbrante en su conjunto, aunque destaca la elegía dedicada a la muerte de Ramón Sijé, escrita en tercetos encadenados y considerada una de las más importantes de la lírica española de todos los tiempos.


Durante la Guerra Civil cultivó la llamada poesía de guerra: su fe republicana se plasmó en una serie de poemas reunidos en Viento del pueblo (1937), que incluyó la "Canción del esposo soldado", dirigida a su mujer, y otras creaciones famosas, como "El niño yuntero".


Viento del Pueblo (Poema)



Pertenecen también a este período el poemario El hombre acecha (1939), que manifiesta su visión trágica de la contienda fratricida, y diversos textos dramáticos que se publicaron con el título Teatro en la guerra (1937).


Mientras se hallaba en la cárcel escribió Cancionero y romancero de ausencias (1938-1941), donde hizo uso de formas tradicionales de la poesía popular castellana para expresar en un estilo conciso y sencillo su hondo pesar por la separación de su mujer y sus hijos y la angustia que le producían los efectos devastadores de la guerra.


Biografía



Falleció en Alicante, hacia 1942. Había nacido 32 años antes en Orihuela.


Poemas


Elegía

(En Orihuela, su pueblo y el mío, se me ha muerto como del rayo Ramón Sijé, con quien tanto quería.)
Yo quiero ser llorando el hortelano de la tierra que ocupas y estercolas, compañero del alma, tan temprano.
Alimentando lluvias, caracolas y órganos mi dolor sin instrumento, a las desalentadas amapolas
daré tu corazón por alimento. Tanto dolor se agrupa en mi costado, que por doler me duele hasta el aliento.
Un manotazo duro, un golpe helado, un hachazo invisible y homicida, un empujón brutal te ha derribado.
No hay extensión más grande que mi herida, lloro mi desventura y sus conjuntos y siento más tu muerte que mi vida.
Ando sobre rastrojos de difuntos, y sin calor de nadie y sin consuelo voy de mi corazón a mis asuntos.
Temprano levantó la muerte el vuelo, temprano madrugó la madrugada, temprano estás rodando por el suelo.
No perdono a la muerte enamorada, no perdono a la vida desatenta, no perdono a la tierra ni a la nada.
En mis manos levanto una tormenta de piedras, rayos y hachas estridentes sedienta de catástrofes y hambrienta.
Quiero escarbar la tierra con los dientes, quiero apartar la tierra parte a parte a dentelladas secas y calientes.
Quiero minar la tierra hasta encontrarte y besarte la noble calavera y desamordazarte y regresarte.
Volverás a mi huerto y a mi higuera: por los altos andamios de las flores pajareará tu alma colmenera
de angelicales ceras y labores. Volverás al arrullo de las rejas de los enamorados labradores.
Alegrarás la sombra de mis cejas, y tu sangre se irán a cada lado disputando tu novia y las abejas.
Tu corazón, ya terciopelo ajado, llama a un campo de almendras espumosas mi avariciosa voz de enamorado.
A las aladas almas de las rosas del almendro de nata te requiero, que tenemos que hablar de muchas cosas, compañero del alma, compañero.

Aceituneros

Andaluces de Jaén, aceituneros altivos, decidme en el alma, ¿quién, quién levantó los olivos? No los levantó la nada, ni el dinero, ni el señor, sino la tierra callada, el trabajo y el sudor. Unidos al agua pura y a los planetas unidos, los tres dieron la hermosura de los troncos retorcidos. Levántate, olivo cano, dijeron al pie del viento. Y el olivo alzó una mano poderosa de cimiento. Andaluces de Jaén, aceituneros altivos, decidme en el alma ¿quién quién amamantó los olivos? Vuestra sangre, vuestra vida, no la del explotador que se enriqueció en la herida generosa del sudor. No la del terrateniente que os sepultó en la pobreza, que os pisoteó la frente, que os redujo la cabeza. Árboles que vuestro afán consagró al centro del día eran principio de un pan que sólo el otro comía. ¡Cuántos siglos de aceituna, los pies y las manos presos, sol a sol y luna a luna, pesan sobre vuestros huesos! Andaluces de Jaén, aceituneros altivos, pregunta mi alma: ¿de quién, de quién son estos olivos? Jaén, levántate brava sobre tus piedras lunares, no vayas a ser esclava con todos tus olivares. Dentro de la claridad del aceite y sus aromas, indican tu libertad la libertad de tus lomas.

Nanas de la cebolla

La cebolla es escarcha cerrada y pobre: escarcha de tus días y de mis noches. Hambre y cebolla: hielo negro y escarcha grande y redonda.
En la cuna del hambre mi niño estaba. Con sangre de cebolla se amamantaba. Pero tu sangre escarchaba de azúcar, cebolla y hambre.
Una mujer morena, resuelta en luna, se derrama hilo a hilo sobre la cuna. Ríete, niño, que te tragas la luna cuando es preciso.
Alondra de mi casa, ríete mucho. Es tu risa en los ojos la luz del mundo. Ríete tanto que en el alma, al oírte, bata el espacio.
Tu risa me hace libre, me pone alas. Soledades me quita, cárcel me arranca. Boca que vuela, corazón que en tus labios relampaguea.
Es tu risa la espada más victoriosa. Vencedor de las flores y las alondras. Rival del sol, porvenir de mis huesos y de mi amor.
La carne aleteante, súbito el párpado, y el niño como nunca coloreado. ¡Cuánto jilguero se remonta, aletea, desde tu cuerpo!
Desperté de ser niño. Nunca despiertes. Triste llevo la boca. Ríete siempre. Siempre en la cuna, defendiendo la risa pluma por pluma.
Ser de vuelo tan alto, tan extendido, que tu carne parece cielo cernido. ¡Si yo pudiera remontarme al origen de tu carrera!
Al octavo mes ríes con cinco azahares. Con cinco diminutas ferocidades. Con cinco dientes como cinco jazmines adolescentes.
Frontera de los besos serán mañana, cuando en la dentadura sientas un arma. Sientas un fuego correr dientes abajo buscando el centro.
Vuela niño en la doble luna del pecho. Él, triste de cebolla. Tú, satisfecho. No te derrumbes. No sepas lo que pasa ni lo que ocurre.

Menos tu vientre

Menos tu vientre, todo es confuso. Menos tu vientre, todo es futuro fugaz, pasado baldío, turbio. Menos tu vientre, todo es oculto. Menos tu vientre, todo inseguro, todo postrero, polvo sin mundo. Menos tu vientre, todo es oscuro. Menos tu vientre claro y profundo.

Las cárceles

I

Las cárceles se arrastran por la humedad del mundo, van por la tenebrosa vía de los juzgados: buscan a un hombre, buscan a un pueblo, lo persiguen, lo absorben, se lo tragan.
No se ve, que se escucha la pena de metal, el sollozo del hierro que atropellan y escupen: el llanto de la espada puesta sobre los jueces de cemento fangoso.
Allí, bajo la cárcel, la fábrica del llanto, el telar de la lágrima que no ha de ser estéril, el casco de los odios y de las esperanzas, fabrican, tejen, hunden.
Cuando están las perdices más roncas y acopladas, y el azul amoroso de las fuerzas expansivas, un hombre hace memoria de la luz, de la tierra, húmedamente negro.
Se da contra las piedras la libertad, el día, el paso galopante de un hombre, la cabeza, la boca con espuma, con decisión de espuma, la libertad, un hombre.
Un hombre que cosecha y arroja todo el viento desde su corazón donde crece un plumaje: un hombre que es el mismo dentro de cada frío, de cada calabozo.
Un hombre que ha soñado con las aguas del mar, y destroza sus alas como un rayo amarrado, y estremece las rejas, y se clava los dientes en los dientes del trueno.

II

Aquí no se pelea por un buey desmayado, sino por un caballo que ve pudrir sus crines, y siente sus galopes debajo de los cascos pudrirse airadamente.
Limpiad el salivazo que lleva en la mejilla, y desencadenad el corazón del mundo, y detened las fauces de las voraces cárceles donde el sol retrocede.
La libertad se pudre desplumada en la lengua de quienes son sus siervos más que sus poseedores. Romped esas cadenas, y las otras que escucho detrás de esos esclavos.
Esos que sólo buscan abandonar su cárcel, su rincón, su cadena, no la de los demás. Y en cuanto lo consiguen, descienden pluma a pluma, enmohecen, se arrastran.
Son los encadenados por siempre desde siempre. Ser libre es una cosa que sólo un hombre sabe: sólo el hombre que advierto dentro de esa mazmorra como si yo estuviera.
Cierra las puertas, echa la aldaba, carcelero. Ata duro a ese hombre: no le atarás el alma. Son muchas llaves, muchos cerrojos, injusticias: no le atarás el alma.
Cadenas, sí: cadenas de sangre necesita. Hierros venenosos, cálidos, sanguíneos eslabones, nudos que no rechacen a los nudos siguientes humanamente atados.
Un hombre aguarda dentro de un pozo sin remedio, tenso, conmocionado, con la oreja aplicada. Porque un pueblo ha gritado, ¡libertad!, vuela el cielo. Y las cárceles vuelan.

Niño yuntero

Carne de yugo, ha nacido más humillado que bello, con el cuello perseguido por el yugo para el cuello.
Nace, como la herramienta, a los golpes destinado, de una tierra descontenta y un insatisfecho arado.
Entre estiércol puro y vivo de vacas, trae a la vida un alma color de olivo vieja ya y encallecida.
Empieza a vivir, y empieza a morir de punta a punta levantando la corteza de su madre con la yunta.
Empieza a sentir, y siente la vida como una guerra y a dar fatigosamente en los huesos de la tierra.
Contar sus años no sabe, y ya sabe que el sudor es una corona grave de sal para el labrador.
Trabaja, y mientras trabaja masculinamente serio, se unge de lluvia y se alhaja de carne de cementerio.
A fuerza de golpes, fuerte, y a fuerza de sol, bruñido, con una ambición de muerte despedaza un pan reñido.
Cada nuevo día es más raíz, menos criatura, que escucha bajo sus pies la voz de la sepultura.
Y como raíz se hunde en la tierra lentamente para que la tierra inunde de paz y panes su frente.
Me duele este niño hambriento como una grandiosa espina, y su vivir ceniciento resuelve mi alma de encina.
Lo veo arar los rastrojos, y devorar un mendrugo, y declarar con los ojos que por qué es carne de yugo.
Me da su arado en el pecho, y su vida en la garganta, y sufro viendo el barbecho tan grande bajo su planta.
¿Quién salvará a este chiquillo menor que un grano de avena? ¿De dónde saldrá el martillo verdugo de esta cadena?
Que salga del corazón de los hombres jornaleros, que antes de ser hombres son y han sido niños yunteros.

Para la libertad

Para la libertad sangro, lucho, pervivo. Para la libertad, mis ojos y mis manos, como un árbol carnal, generoso y cautivo, doy a los cirujanos.
Para la libertad siento más corazones que arenas en mi pecho: dan espumas mis venas, y entro en los hospitales, y entro en los algodones como en las azucenas.
Para la libertad me desprendo a balazos de los que han revolcado su estatua por el lodo. Y me desprendo a golpes de mis pies, de mis brazos, de mi casa, de todo.
Porque donde unas cuencas vacías amanezcan, ella pondrá dos piedras de futura mirada y hará que nuevos brazos y nuevas piernas crezcan en la carne talada.
Retoñarán aladas de savia sin otoño reliquias de mi cuerpo que pierdo en cada herida. Porque soy como el árbol talado, que retoño: porque aún tengo la vida.

Vientos del pueblo me llevan

Vientos del pueblo me llevan, vientos del pueblo me arrastran, me esparcen el corazón y me aventan la garganta.
Los bueyes doblan la frente, impotentemente mansa, delante de los castigos: los leones la levantan y al mismo tiempo castigan con su clamorosa zarpa.
No soy un de pueblo de bueyes, que soy de un pueblo que embargan yacimientos de leones, desfiladeros de águilas y cordilleras de toros con el orgullo en el asta. Nunca medraron los bueyes en los páramos de España.
¿Quién habló de echar un yugo sobre el cuello de esta raza? ¿Quién ha puesto al huracán jamás ni yugos ni trabas, ni quién al rayo detuvo prisionero en una jaula?
Asturianos de braveza, vascos de piedra blindada, valencianos de alegría y castellanos de alma, labrados como la tierra y airosos como las alas; andaluces de relámpagos, nacidos entre guitarras y forjados en los yunques torrenciales de las lágrimas; extremeños de centeno, gallegos de lluvia y calma, catalanes de firmeza, aragoneses de casta, murcianos de dinamita frutalmente propagada, leoneses, navarros, dueños del hambre, el sudor y el hacha, reyes de la minería, señores de la labranza, hombres que entre las raíces, como raíces gallardas, vais de la vida a la muerte, vais de la nada a la nada: yugos os quieren poner gentes de la hierba mala, yugos que habéis de dejar rotos sobre sus espaldas.
Crepúsculo de los bueyes está despuntando el alba.
Los bueyes mueren vestidos de humildad y olor de cuadra; las águilas, los leones y los toros de arrogancia, y detrás de ellos, el cielo ni se enturbia ni se acaba. La agonía de los bueyes tiene pequeña la cara, la del animal varón toda la creación agranda.
Si me muero, que me muera con la cabeza muy alta. Muerto y veinte veces muerto, la boca contra la grama, tendré apretados los dientes y decidida la barba.
Cantando espero a la muerte, que hay ruiseñores que cantan encima de los fusiles y en medio de las batallas.

Después del amor

No pudimos ser. La tierra no pudo tanto. No somos cuanto se propuso el sol en un anhelo remoto. Un pie se acerca a lo claro. En lo oscuro insiste el otro. Porque el amor no es perpetuo en nadie, ni en mí tampoco. El odio aguarda su instante dentro del carbón más hondo. Rojo es el odio y nutrido.
El amor, pálido y solo.
Cansado de odiar, te amo. Cansado de amar, te odio.
Llueve tiempo, llueve tiempo. Y un día triste entre todos, triste por toda la tierra, triste desde mí hasta el lobo, dormimos y despertamos con un tigre entre los ojos.
Piedras, hombres como piedras, duros y plenos de encono, chocan en el aire, donde chocan las piedras de pronto.
Soledades que hoy rechazan y ayer juntaban sus rostros. Soledades que en el beso guardan el rugido sordo. Soledades para siempre. Soledades sin apoyo.
Cuerpos como un mar voraz, entrechocado, furioso.
Solitariamente atados por el amor, por el odio. Por las venas surgen hombres, cruzan las ciudades, torvos.
En el corazón arraiga solitariamente todo. Huellas sin compaña quedan como en el agua, en el fondo.
Sólo una voz, a lo lejos, siempre a lo lejos la oigo, acompaña y hace ir igual que el cuello a los hombros.
Sólo una voz me arrebata este armazón espinoso de vello retrocedido y erizado que me pongo.
Los secos vientos no pueden secar los mares jugosos. Y el corazón permanece fresco en su cárcel de agosto porque esa voz es el arma más tierna de los arroyos:
«Miguel: me acuerdo de ti después del sol y del polvo, antes de la misma luna, tumba de un sueño amoroso».
Amor: aleja mi ser de sus primeros escombros, y edificándome, dicta una verdad como un soplo.
Después del amor, la tierra. Después de la tierra, todo.

Carta a Josefina



Fuente: BIOGRAFÍAS Y VIDAS

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