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Mishima, el samurái fugitivo

Arcón Cultural


Yukio Mishima, cuyo verdadero nombre fue Kimitake Hiraoka, estaba exiliado de la tierra a causa, no del amor, sino por una idea del amor. Los que hemos leído sus obras sabemos de su triada juventud-belleza-y-muerte ensamblada en más de treinta y cinco obras literarias, ocho volúmenes de ensayos, veinticinco películas, y doscientos cuentos cortos; pero quienes lo conocen sin leerlo están enterados que se realizó un Seppuku  como un acto patriótico el 25 de noviembre de 1970 en las instalaciones de la Fuerza Terrestre de Autodefensa de Japón, mientras arengaba a un grupo militar sobre la dignidad del imperio, el mal producido por el capitalismo, y la honra a las tradiciones milenarias de un país orgulloso.


     Mishima fue una ultranacionalista furioso que vivió para transmitir y vivir el evangelio de la espada y la pluma, pues desde niño concibió su vida como una obra de arte a consumar; de joven y a causa de su participación en la Segunda Guerra Mundial (designado para vigilancia aérea y rechazado como aviador), adquiere el anhelo de auto eliminarse; y siendo adulto le es imposible escapar de las influencias de una época llena de cambios sociales, revueltas laborales y estudiantiles, naciones en recomposición, nuevas ideas culturales, etcétera.


     Sin embargo, un individuo es una amalgama de situaciones (accidentes), y son los valores familiares los que fundamentalmente influyen de manera directa y perdurable en el sujeto. Y así es que la abuela de Mishima, Natsu, quien lo aleja de su madre para enseñarle el gusto por el teatro kabuki y un honor exacerbado (y anacrónico) hacia el Bushido, ese código de ética sobre los samuráis japoneses, sería decisiva en su formación como hombre y artista.


     Estas primeras impresiones serían claves para fortalecer otras ideas que adquirió en el camino, como la devoción ciega al Emperador Hirohito y el liderazgo puro y duro con el cual armaría esa milicia privada denominada Tate No Kai (Sociedad del Escudo), siendo ya adulto. Asimismo, es posible que por medio de su padre Azusa Hiraoka, un adepto del nacionalsocialismo, aprendiera el espíritu de reverencia hacia el poder, observando las gestas heroicas de figuras prominentes de la historia.


     Pero dejando de lado estas situaciones marcadas, Mishima, como un estoico que palpa el mundo, adora el silencio, y que como lector curioso quería saberlo todo y decirlo todo, adquiere el gusto por la belleza a temprana edad y sería fiel a esta estética hasta su muerte. Por eso es que no podemos hablar de un solo Mishima, sino de varios, ya que también este aprende el culto al cuerpo y a la juventud gracias a la cultura griega, y tempranamente degusta y descifra el misterio de la muerte. Ideas centrales de su pensamiento que pueden ser el resultado de contrariar el absurdo materialismo occidental, a la par que disfrutar de la espiritualidad oriental, y que, como buscándolo, lo situó entre vita activa y vita contemplativa.


     Por eso es que Mishima no está en la historia sino en sus novelas, en esas obras inmortales que describen tan bien su vida interior, su anacronismo y su crisis final. Títulos como «Confesiones de una máscara» (1949) o «El color prohibido» (1951) nos revelan el Mishima escondido tras los cuerpos y las formas. Y otros libros como «El pabellón de oro» (1956) o «La casa de Kyoko» (1959) nos hablan de su traspaso dramático de la inocencia candorosa al infértil mundo adulto.  Y así con los demás títulos, tan dicientes sobre su realidad inmediata y que, sin duda, contienen el dilema que lo traspasaba a él y a todos los escritores consagrados: la disociación de la palabra y el mundo. ¿Cómo unirlas? O mejor, ¿es posible convertir el verbo en carne, los signos en acción?



     Uno se conmueve cuando escritores como Henry Miller dicen, con cierto aplomo sincero y honroso que: «Mishima era demasiado inteligente, demasiado intelectual, demasiado sensible, demasiado estético, demasiado narcisista, demasiado artista [pero carente de humor]». Un «demasiado» que no fue un superlativo rimbombante, ya que está resaltando la figura de un escritor genial que decidió dale sentido a su vida, con la muerte, y al cual acusaba (con respeto) de ser demasiado serio. Porque si algo es cierto, por sobre todo lo dicho de Mishima, es que fue un genio de esos que aparecen cada cien años en el mundo y desparecen en una llamarada de gloria.


     Nadie pretende exaltar o blanquear su suicidio ritual, sin embargo, puede resaltarse que el Seppuku practicado en conjunto con Masakatsu Morita, su fiel discípulo, fue un aviso político para una nación sorda y avocada a la occidentalización y la tecnocracia, como lo fue el Japón de postguerra. Mensaje importante semejante a cuchillada minúscula para un país que no se repuso culturalmente luego de las bombas en Hiroshima y Nagasaki. Y un acto en sí que hizo cuestionar a sus compatriotas, incluso al establecimiento literario, si Mishima fue un idealista, un demente, o un héroe, pero cuyos juicios de valor sobraban, en especial, cuando él mismo creía que con su dramático final restauraba la dignidad de los samuráis de la era Tokugawa y sacaba partido del lado práctico de la literatura.


     Una estética y vocación de fe que le dio coherencia artística porque supo ensamblar, semejante a una obra consumada, lo horroroso y lo bello, lo monstruoso y lo noble, en aras de despertar del sueño profundo (como si tuviera una misión zen) a sus compatriotas japoneses. Cualidades yuxtapuestas que nosotros los occidentales no somos capaz de concebir sin una cuota de desaprobación basada en juicios cristianos, pero que en Mishima no representaba el final de nada, sino el comienzo de todo.


     Finalmente, podemos preguntarnos ¿qué significaba la muerte para Mishima? Un enigma que solo puede resolverse leyendo sus obras y entendiendo la profundidad de su psicología, pues en el título El sol y el acero no vacila en decir: «el objetivo de mi vida fue conseguir todos los atributos del guerrero» y en otra parte, totalmente tomado por la vita activa, afirma: «La esencia de la acción es transgredir con una energía irracional el límite en el que está fijado la racionalidad».


     Ya, sin vuelta atrás, convencido de poner punto final a una obra que conjugaba arte y realidad, escribe su jisei no ku, el poema ritual que un guerrero debe componer cuando le llega la hora de morir, saluda tres veces al Emperador en dirección al nacimiento del sol, y las últimas líneas, de su último poema se vuelven irremediablemente carne:


«Una pequeña tormenta nocturna sopladiciendo «caer es la esencia de una flor»precediendo a los que dudan».


***


Philip Glass – String Quartet No. 3 «Mishima» , VI




Escribe: DIEGO FIRMIANO*














*Escritor. Ensayista. Coleccionista de libros. Lector.

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