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Donde empieza el amor


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Mientras la pluma corre en el papel el día esclarece. La mano hoy traza con la izquierda. Tuve una pequeña lesión en el dedo anular derecho. Y me duele. Pienso en mis manos, son como mi alhajero. Y también mis llaves. Vuelve al jardín de tu imaginación, – me digo, escribe, aunque tu censor te susurre que es para doctos y elegidos.


Amaneció en mi país. Se escuchan rezos bravíos como óperas indefinibles y aullidos de cuervo. ¡Arden los tribunales! por calumnias, chantajes, fraudes arrogancias y villanías. El gallo canta, el perro ladra. Aquí he sido feliz en esta inmensidad vacilante, con el aire todo y el azul resplandeciente. Árboles, flores, animales muchos. Y una pequeña criatura me espera. “Ya te ayudo, mi rayito de sol”


Ahí está frente a mí con sus diminutos devaneos. Refregándome la humillante imagen del abandono. Las magulladuras del desamparo. El rostro del misterio y la noche de la tempestad. Explicándome donde empieza el amor. Amor de loba esteparia, loba desterrada. Condenada a vivir en los extramuros.  Al acogerla me alienta “a reconocer mi herida narcisista y el indisociable miedo a ser devorada”[1].


La gata llegó, así inesperadamente. Se acerca, ronronea. Me muestra sus diminutos colmillos de fierecilla, afilados como pedernales. Me mira como un trigal bañado de sol.  Frágil, disímbola, se arrastra con sus patas traseras, sufre de incontinencia, por donde camina deja un olor penetrante. Me regresó al siglo XVII. Cargo bártulos, lavo mantillas en una pequeña bañera, mientras me dejo mecer por el verde paisaje ondulante y pendular.


Mi infancia huele a gata sobre el tejado caliente. Mi infancia huele al tiempo de las tormentas. A piedra quemada, qué significa Ámbar, su nombre. Olor de infancia. Mi madre nos ponía a orinar encima de una piedra en la hoguera. Mi infancia sabe a moras silvestres, a hierba, sol, bejucos, días de montaña azul y en la cima pareidolias que semejan batallas medievales.

Me parece a veces que es tan pequeña como un pájaro. Pedazo de cielo estremecido. Le muevo sus pepitas para que emerja de su escondite. Ahí, está, en su caverna platónica. Corretea, sale a buscar aire, nuevos territorios. Una mañana después de infligirle un baño huyó. Caí tendida en el regazo de la desesperación.


Ayer la llevé al hospital público para animales de compañía. Esperé como sucede en los servicios gratuitos. Una mujer histérica ponía quejas del celador quien hacía su trabajo y controlaba aglomeraciones a la entrada, mientras los jóvenes profesionales no paraban, hay que decirlo, lo hacen demasiado bien. La funcionaria a quien iban dirigidos los alaridos, la ignoraba y seguía  concentrada en hacerle propaganda a su jefe,  contando cómo había surgido este servicio, (al parecer único en Latinoamérica) y nos ponía a firmar planillas con nuestras direcciones y teléfonos, tal vez para más adelante hacer propaganda política ¡vaya una a saber!. La mujer del pathos exacerbado salió con sus caderas rechinantes y artificiales y su pelo rubio tinturado mirando por encima del hombro con su bichón brisé en los brazos.  Una preadolescente de delicadeza excepcional, me cedió el puesto. En un pequeño intercambio de palabras supe que mi gatúbela era de raza calicó. Un hombre desgarbado, de barba descuidada, quien estaba sentado a mi lado, contó que su gato era en verdad de un vecino maltratador, quien no lo dejaba entrar a casa, entonces decidió adoptarlo. Nos volvimos a cruzar en la puerta: “tiene sida,  me dijo y además cáncer, pero tengo que consultar con el dueño”.


Me entregaron la radiografía, estaba invadida de tumores, tanto, que de una vez le programaron la eutanasia. Le firmé su sentencia. Nibelunga desgarrada,  proscrita, y aun así, imperturbable.  Minutos antes de su partida sacó su patita por la reja, la mojó en un pequeño charco de lluvia que se filtró por el techo después de una ventisca, y tomó agua, de su patita. Me regaló entonces, el más encumbrado acto de insumisión y dignidad.


Escribe: ALEIDA TABARES MONTES*


*Actriz. Directora del Laboratorio Teatral la Metáfora.

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