Una obra, como testigo de la mirada
- Arcón Cultural 
- hace 3 horas
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Auguste Rodin afirmó: “El arte no es la reproducción de lo visible, sino la creación de lo que no siempre se ve.”
Y en ese misterio invisible, el creador encuentra su verdad.
Una creación, ya sea tridimensional o bidimensional, posee la frescura del pensamiento, pero también la carga de angustias derivadas del éxito y del fracaso técnico que el proceso exige al creador. A través de ese recorrido, el artista alcanza la síntesis que le permite proponer un estado estético en toda su dimensión.
Llámese emergente, estudiante o profesional, toda pieza contiene una carga de emociones y sentimientos que transitan por un espacio vacío de reflexiones y conceptos.
En el taller o sala de lectura, el autor enfrenta ese proceso acompañado de apoyos bibliográficos y referentes, herederos de la historia del arte y de la cultura. Estas propuestas estéticas llevan el cansancio del metal, del cuerpo y de la materia. Son el resultado de las dificultades que el creador sortea entre la mañana, la tarde, la noche y la madrugada, mientras combina sus oficios domésticos, la recolección de ideas, la atención personal y la música natural o interpretada por los grandes maestros clásicos que suena en sus altavoces.
Una obra también es testigo de la mirada de los visitantes o de la compañía que el taller recibe durante su realización. En ella se reflejan emociones externas, sentimientos aislados y miradas de terceros que, de alguna manera, se manifiestan en palabras o expresiones hacia la pieza. Estas influyen en el creador, a veces lo halagan, a veces lo obligan a reflexionar sobre el rumbo de su trabajo o, simplemente, lo incomodan.
Toda creación requiere preparación: materiales, herramientas de madera, metal o eléctricas y un espacio de trabajo. Solo así puede nacer una verdadera expresión cargada de la fuerza que se revela en su exhibición individual, colectiva, en taller, museo o sala expositiva.
Al planear una muestra en su ciudad, región, país o en el exterior, el artista se enfrenta a la mirada de todos los jueces: el público, la palabra y la crítica. No debe temerla, aunque también tenga sus miedos, pues es un ser humano que piensa en el juicio y la opinión. La crítica no es buena ni mala; es simplemente una expresión sobre el vestigio que se ofrece a los visitantes.
La pieza conserva la memoria del momento en que, en el modelado o la escultura, el autor realizó sus gestos bidimensionales o tridimensionales. Son movimientos espontáneos, ataques inconscientes a la superficie, sin concepto previo ni control absoluto de la motricidad fina o gruesa. Es un impulso casi neurótico, del cual solo se toma conciencia cuando, al concluir, se percibe que algo no encaja en la superficie.
En mi taller, el desarrollo de la obra sigue cinco etapas:
La primera es la re-colección de la arcilla en la cantera o en la ribera del río, que desde hace siglos recorre su cauce entre montañas. Esa caminata para obtener el barro supone también un desplazamiento sensible, un pensamiento colectivo sobre lo que se va a recolectar.
El segundo momento, es el transporte del material al taller, donde comienza la depuración con el líquido preciado, el agua. Luego se tamiza para eliminar piedras, raíces, semillas y otras impurezas que la naturaleza ofrece, útiles para la vida, pero no para el modelado.
Luego sigue en un tercer momento, el secado de la arcilla hasta que quede maleable, plástica y lista para el torno. En este punto comienza el trabajo según el anteproyecto o boceto de papel. La masa amorfa se coloca en el torno y se le dan giros hacia la izquierda y hacia la derecha. En mi caso, la detengo en el instante en que aparecen figuras por pareidolia: formas que surgen de la unión entre la mirada, el inconsciente y el modo en que la masa fue colocada.
Ahí comienzo con un lenguaje técnico a la inversa. En el modelado se añade donde falta, mientras que en la escultura se quita donde sobra. Así, retiro con la espátula y las gradinas los espacios innecesarios, permitiendo que la forma nazca. En ese acto inconsciente pero razonado emergen figuras humanas con gestos de dolor, caricia, abrazo e impresión. Se entrelazan en un encuentro amoroso, lleno de respeto y lealtad, sin rostro y sin manos, como metáfora del mundo contemporáneo que niega lo humano, que rehúye la mirada, el abrazo y el cálido saludo. En ese contacto ausente, el arte busca lo que la humanidad anhela desde hace siglos. Protección y reconocimiento mutuo.
Como una cuarta etapa, es dejar que la pieza tome firmeza, que se compacte y soporte la inclemencia del ambiente: la humedad y el calor, que se contraiga y se afine, que emita un sonido sordo al tocarse con un metal, todo este proceso a la sombra para que exhale todos sus gases hasta quedar en estado cuero.
Y por última etapa el ahuecado. Se le extrae el alma, se deja con paredes delgadas, con piel fina, lista para enfrentarse al fuego a esa llama canicular. Las partículas de arcilla se cuecen y pasan del estado cuero al timbre cálido que permanece en la superficie. Entre 650 y 700 grados centígrados, el material adquiere su color rojo o marrón, este color de la tierra, de la historia y de la memoria; el color de la vida misma que habita en ese espacio natural, también de la tranquilidad. Así, la obra alcanza su estado museal.
Escribe: JAMES LLANOS GÓMEZ*
*Pintor, artista plástico y uno de los artistas más relevantes a nivel nacional. Curador de la Sala "Carlos Drews Castro".







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