ElisaSue
- Arcón Cultural

- hace 1 día
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«La edad. El espíritu no se apaga, pero hay que alimentar este fuego con otra leña»
Joseph Joubert
No somos dueños de nosotros mismos, una verdad comprobable en la película «La substancia» (2024) de la francesa Coralie Fargeat, que ha generado muchas polémicas e interpretaciones. ¿La razón? Bueno, es un film que no es ni simple ni superficial, sino que tiene ideas antiguas e importantes entregadas en botellas nuevas (entiéndase, formatos). Aquí, en 2 horas y 20 minutos, vemos antinomias, a fuerza de impresión, relacionadas con el bien y el mal, el cuerpo contra la naturaleza, la belleza y la fealdad, los deseos y sus trampas, incluso, la soledad y el sentimiento de utilidad.
Accidentes antiguos y universales que son apenas un fragmento de algo más grande en esta producción, descontando, eso sí, el significado de los colores usados entre escenografías, los números azarosos, y las múltiples referencias a obras de cine clásico de directores reconocidos como Nicolas Roeg (Las brujas), Stanley Kubrick (el resplandor), Sam Mendes (Belleza americana) y una lista extensa de símbolos culturales.
«La substancia», en conjunto, le da la razón a Sigmund Freud cuando este afirma en su doctrina que todos en el fondo somos «otros» (o lo deseamos) y esto, como algo que el «subconsciente» nos oculta mientras vivimos externa y no internamente. Por supuesto, no se trata de un juego de máscaras, sino que el «subconsciente», ese monstruo conceptual creado por herr Freud, parece ser el culpable de aquel desorden de la voluntad que tiene a medio mundo en la esquizofrenia, y a la otra mitad del planeta observando la conducta vesánica de los demás. Me refiero a la inversión de los valores éticos, estéticos y sociales, o la «transmutación de los valores» en este nuevo siglo, tal como denunció Friedrich Nietzsche en su filosofía.
Porque Elisabeth Sparkle (Deni Moore), la protagonista, quien a sus 50 años de edad se supone «vieja» y «desclasificada para trabajar», alberga en su interior un deseo, un pequeño deseo de seguir siendo joven para sentirse realizada. Esto no lo sabe ella conscientemente en su trasegar, sino, hasta que alcanza el umbral de su tragedia y sopesa los efectos de su realidad: está sola, cuestiona su existencia, piensa que no ha sido feliz, y le horroriza sentir que ya no es útil para los otros. Hasta aquí hay un drama sin final y eso es bueno, en el sentido de que se acepta esa condición y sigue el cauce de la vida. Sin embargo, los espíritus apasionados en cualquier profesión, entienden que pueden estar destruidos, pero no derrotados, y la protagonista lo procesa así.
Aunque antes de llegar a la implosión de la historia es importante detallar que el detonante inicia cuando Harvey (Dennis Quaid), un director de espectáculos, confina a Elisabeth Sparkle a un destino atroz: la despide de su famoso programa de aeróbicos para reemplazarla por «carne fresca», no sin antes remarcarle, con un humor bufo, que su tiempo de gloria en la industria televisiva terminó. Una fina ironía ya expresada por Marilyn Monroe cuando dijo que «Hollywood es un lugar donde te pagan mil dólares por un beso y cincuenta centavos por tu alma.».

Y despacio, porque no hay que pensar en Dennis Quaid como el prototipo de director oscuro tipo Harvey Weinstein, que fue demolido por el MeToo, sino en un productor similar a un Hugh Hefner con esteroides y con olfato para vender más la forma que el contenido a través del perfume de la juventud. Sumado a esto, no olvidemos que fue Edward Bernays (sobrino de Freud), quien cruzó el límite entre erotismo e industria con la publicidad de masas enfocada en el cuerpo.
A causa de esto, y por una razón azarosa, el destino le tiende un puente a Elisabeth Sparkle con eso de «La substancia». Una llamada telefónica, un lugar con un enigmático casillero, el 503, y una medicina sin experimentación que promete una clonación regenerativa. ¿No es esto muy tentador en el siglo de los cuerpos, las máscaras de cristal, y la vida como espectáculo? Sí. Y por eso ella, movida por la curiosidad femenina, toma la iniciativa del tratamiento sin comprender a totalidad la trampa que el espíritu le tiende a la carne o la razón a la locura. Quién distribuye esos químicos, ¿Pfizer, Merck, Bayer y Bristol Myers Squibb?
Nadie lo sabe, y por eso no hay otro remedio que llamar «trampa» a todo este barullo propuesto por Coralie Fargeat, ya que la oscura verdad postmoderna (perdón por este fastidioso término) es que todo, incluso los seres humanos, poseemos obsolescencia programada. ¿A qué edad ya se es anciano en pleno siglo XXI? ¿Y quién nos vendió la idea de juventud eterna? ¿La medicina mejora la vida o alarga la vejez? Los límites no están marcados, aunque la belleza sea una industria más, al igual que el sexo o lo erótico sea un poderoso elemento del capitalismo y siga usándose desde el año cero.
La juventud, sea dicho, es una droga atractiva y las empresas y los medios de comunicación lo saben. Así Elisabeth Sparkley, desahuciada y luego de un accidente absurdo, recibe información confidencial en un hospital, tal y como lo hacen las sociedades secretas, y decide probar «la substancia» por una curiosidad que la llevará hasta el fondo, no sin consecuencias desastrosas. Todo esto, a pesar que la protagonista no esté en ninguna «tercera edad», sino, a lo sumo vaya en esa «segunda edad» donde se sienten los primeros dolores corporales y se disfruta de lo trabajado. Sin embargo, ella, intoxicada de una «vejez psicológica», recurre al experimento genético para ocultar la verdad de que su vida es frívola y triste, luego de mucha actividad y pasión profesional. No desea quedarse atrás en una sociedad que arrasa los cuerpos con aplanadoras. Está decidida.
Ya en este punto el drama se acentúa e irremediablemente todo es un tsunami difícil de atajar solo con intenciones. Porque, así como Tolstói tomó a Sofía, la fundió con Tatiana y resultó con Natasha, de esta forma del cuerpo delgado y estacionado de Elisabeth Sparkle sale Sue (que curioso mensaje, «Sue» significa «demanda»). Una clonación abrupta que es necesario digerir despacio y apelando a la razón científica para no enloquecer, pues podríamos pensar que Keith Campbell, el biólogo que clonó a la oveja Dolly, y Kafka, quien descubrió lo absurdo y monstruoso de la existencia, influyeron en el guion.

El reloj biológico y la mente, tanto de los protagonistas como de los espectadores, enloquece, porque vemos el nacimiento de un monstruo, de ElisaSue, es decir, la exteriorización del yo de la protagonista, que poco a poco se transforma en lo que no es, a causa de un egoísmo justificado en una insaciable sed de belleza. Y este monstruo como tal hay que ocultarlo, cortarle la cabeza, pues la sociedad no tolera lo diferente ni lo anómalo y tanto Elisabeth como Sue, huyen de los escenarios cuando empiezan a sufrir extrañas deformaciones. Un intercambio «desagradablemente milagroso», de vejez por belleza, que solo durará siete días, volviéndose un plazo mucho más generoso que el conferido al doctor Jekyll y el señor Hyde, incluso a la Cenicienta, quienes solo tienen un día de magia y transformación, y luego, a la bolsa de la realidad.
¿Qué pretendía Coralie Fargeat con toda esta épica de horror y realismo crudo? ¿Acaso rompernos los ojos para que viéramos por el espíritu? ¿O quizá usar el cine como espejo para una generación que ya no reconoce su rostro ni su identidad? La clave de todo este mecanismo imaginativo llevado a la pantalla se encuentra en los primeros segundos de la película, cuando a un huevo se le inyecta la «substancia» en el núcleo y su yema se duplica sin ton ni son. Lo demás es comernos las uñas y seguir la trama como tomados por la nariz, y expectantes también por el desarrollo de esa locura fílmica que nos produce escaramuzas y muchos pensamientos.
Así las cosas, toda esta recreación y lucha antagónica entre la vejez y la juventud, deja en claro la psicología del siglo XXI: nadie quiere morir ni sentirse adulto, nadie quiere sentirse obsoleto e inútil en un hemisferio (Occidente) que valora a las personas según la forma, la acción, el resultado y no la esencia o la virtud. ¿Por qué tenemos en América y Europa esa obsesión por lo blanco, lo brillante, lo joven, lo actual, lo efímero y no por lo realmente trascendente? Hay pozos profundos y sin excavar en el alma de las masas.
Cerremos esta discusión reflexionando sobre una ingeniería genética que desconocemos al estilo de Gattaca, esa película de 1997 que nos muestra la terapia eugenésica que permite modificar los genes humanos para crear mejores versiones de cada uno, incluida, la capacidad de regeneración corporal como las salamandras o estrellas de mar. Aquí, en «La substancia» hay un poco de eso, y también, algo más de esa teoría del Caos cuando se sugiere que, si Elisabeth muere, muere Sue, y si Sue cambia las reglas impuestas para su clonación, el impacto se siente en el cuerpo madre o en Elisabeth. ¿Materia paralela? ¿Un Doppelgänger semejante al presentado en «The Cloverfield Paradox»? Paremos acá la agonía por encontrar más sentido.
«La substancia», una epopeya de horror corporal y de lucha antagónica que todos llevamos dentro con ese otro «yo» sublimado por el subconsciente, o el drama de un «yo» interior que batalla contra el cuerpo hasta aniquilarlo, tal y como expresó el escritor Thomas Browne: «There is another man within me, that´s angry with me». Una película metáfora, en todo el sentido del término, de una generación actual que busca el aplauso, sigue la belleza sugerida por lo mediático, y el afán de fama y reconocimiento en un mundo obsesionado culturalmente con la transformación del cuerpo, más allá de consecuencias y el impacto a corto plazo.
Escribe: DIEGO FIRMIANO*

*Escritor. Ensayista. Coleccionista de libros. Lector.








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