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Arcón Cultural

Klein o el inmóvil


«Un tipo de todos los días y de todas las ciudades»

Giovanni Papini


Manuel Klein era uno de esos que pedía un café hirviendo para dejarlo enfriar. Así era él, y Ohana Levy, su esposa, ya estaba acostumbrada a ello a fuerza del amor y de conocerlo tan bien como la palma de su mano. De hecho, cuando él meditaba sobre algo que consideraba importante, ignoraba tanto la bebida como a su esposa, y sus cavilaciones eran de una inexactitud escrupulosa, ya que un martes afirmaba que las panaderías deberían ser una institución financiada por el Estado: pan gratuito y obligatorio para todos; y un miércoles decía que todo el que tuviera dos pantalones debería vender uno para comprar un libro y ser más culto, ya que leer, a su parecer, eran tan necesario como escamparse, vestir, comer o dormir.  


     Estos soliloquios singulares, o mejor, monólogos, eran derechos conquistados en su hogar por llevar casado más de veinticinco años con una profesora de música que adoraba a los compositores judíos. A pesar de todo, era claro que a Ohana le exasperaban por completo esos arrebatos de su esposo, como, por ejemplo, el día que él se levantó temprano, salió a la calle y gritó al sol: «¡Sal!, perezoso. Es la hora. ¡Es la horaaa…!».  Y se recluía otra vez en su estudio a considerar esa ley que dice que 2 + 2 = 4, o que 2 x 2 = 4, y donde apreciaba algo del paralaje del sol y de la tierra en forma de naranja. No constituían pensamientos tan disparatados del todo, sin embargo, la única forma que encontraba ella para darle sosiego, era servirle otra taza de café que, seguramente, dejaría enfriar de nuevo.


     Ohana consideraba que estos desvaríos crónicos de su esposo podían ser el resultado de tener otra familia en paralelo con la propia: llamaba «hermanos» y «hermanas» a los personajes de las novelas leídas, e «hijos» e «hijas» a las ideas que encontraba en los libros antiguos. En tal comunión íntima en su biblioteca, y entre esos parientes extraños, experimentaba vacilación, entraba en estados difusos y poco sólidos, y reflexionaba en voz alta afirmando que el mundo le parecía un espejismo de otro mundo, algo así como una proyección. Eran pensamientos quijotescos, producto de tener más cabellos blancos que cabellos, pero pensamientos al fin.


     Un día de agosto el señor Klein intentó, a fuerza de lid, componer un poema que comenzaba así: «¡Musa, no digas nada! ¡Musa, cállate!». Era un verso mudo, compañero de una elocuencia sorda, semejante a la predicación de San Andrés en la cruz que durante dos días, veinte mil personas lo escucharon cautivadas, pero ninguno pensó en liberarlo. A ella le pareció un buen comienzo para empezar a escribir, aunque calló tal pensamiento. No dijo nada, porque la relación de ambos era totalmente epicúrea, basada en la amistad, y ese era el claro de luna de amor suficiente para soportar todo lo demás.


     En absoluto había frialdad sentimental en la pareja, pero tampoco charlaban asiduamente en la sala, o en el cuarto principal, ni cuando salían al mercado, pues él era económico en palabras y consideraba que estas eran solo calderillas del pensamiento. Vivían una relación comedida en todo el sentido del término, una ecuación entre literatura y música, entre libros y sonatas. Él era el «por qué», y ella el «porque», es decir, el señor Klein era el escéptico, y Ohana la crédula. Casi como un complemento de comedia y tragedia, o de héroe y epopeya.  

     «Flaubert siempre está preocupado por los dientes de sus personajes. Es inaudito, IN-CRE-ÍBLEEE…» Afirmaba de un momento a otro como si fuese un descubrimiento único. Y a pesar de ser observaciones literarias brillantes, se negaba a escribirlas, acusando de artificioso o plástico el acto de poner todo pensamiento en un papel. Pensamientos, -según él- que podían ser flores primaverales, y ahora plasmados, se convertirían en signos muertos, en letras estáticas. ¡Eso ni hablar! Ohana, que tenía música en su interior como buena judía, escuchaba con paciencia esos pálpitos literarios de su esposo, esas introspecciones en voz alta, hasta que un día decidió interpelarlo en su terreno: «¡Háblame de Sholom Aleichem! Exclamó».


     ―¡Por Artemón! Renuncio a darte un curso sobre malos escritores. Puedo decirte -agregó- qué libros he releído y cuáles autores son mis preferidos, pero me niego a conversar acerca de ʺSholom Ignoramusʺ[1]. Dijo despectivamente.


     Con una piel suave como pulpa de fruta y una paciencia de santa, Ohana no se ofendió por la respuesta tan precipitada, por el contrario, entendió que esa mañana su esposo no había tomado ni una taza de sol, ni comido el pan sin levadura que tanto le gustaba, previo a lanzar esas peroratas al aire.  Eran ambos suficiente teatro el uno para el otro, y aunque burgueses, consideraban que los demás podían serlo, menos ellos, a pesar que él se dedicara a la literatura sin preocupación alguna, y ella, a la música, de manera holgada.


     Lo cierto era que el señor Klein tenía la enfermedad del absoluto, poseía un don juanismo intelectual que lo empujaba a conocerlo todo, a estar al corriente de las ideas del mundo fuesen pretéritas o presentes, y por eso, prefería los libros breves, de lectura fácil, tomos con pensamientos generales, claros y distintos, que reposaban en su vasta biblioteca, esa que consideraba un universo preso en un espejo. Se redimía leyendo, quería morir, no sabiendo más, sino ignorando menos, y así se arrojaba a sus lecturas como pasajero de tren, con mirada retrospectiva, vacilante, aunque en ocasiones fastidiado por tener que cambiar de asiento y de rieles, al tomar otro libro de una temática distinta.


     Cavilando aún en lo de Sholom Aleichem agregó:

―Si busca lo ridículo en algunas de sus obras, lo encontrará. Y así zanjó el asunto con la mujer.


     Al escucharlo, a Ohana le parecía ver en su esposo a un crítico severo, uno de esos revisionistas literarios que destrozaban novelas a martillazos como Nietzsche o las quemaban figuradamente como Pushkin. De igual forma al renegar, incluso, observar detalles minúsculos en las obras y los autores, daba pie para que su esposa creyera que él no tenía convicción alguna, antes bien podría ser un metafísico neutral, un filósofo sin filosofía.


     Por supuesto, tampoco le diría esto, pues quería evitar ser expuesta al ridículo y que él soltará un catálogo de frases sobre Crítica literaria, inspirado quizá en Marcel Reich Ranicki o en George Steiner o en el rabino Yehudad Hanasí. Intentarlo era un riesgo, y aunque insufrible, Ohana se resignaba a soportar que su esposo al llamar «divino» a Virgilio, lo hiciera parte de la familia, engarzándolo en un ʺménage à troisʺ: Manuel, Ohana y Virgilio. Un triángulo que ella soportaba, y quizá, disfrutaba, permitiéndose fantasear junto a él, aunque sin aceptar del todo tales ocurrencias.


     Era claro que no faltaban los momentos malos en la vida del señor Klein, en especial, cuando los libros lo saturaban y lo dejaban como pausado en el tiempo, como incapacitado para no hacer nada más durante el día. No pasaba a menudo, pero pasaba. Así, en una ocasión, Ohana escuchó que una de las obsesiones de su esposo era aprender esa técnica antigua llamada: «Detener el tiempo», y que él juraba, era la clave del conocimiento y la quintaesencia de la intelectualidad. Ohana jamás comprendió de qué se trataba aquello, y cuando el hombre se entregaba a esa búsqueda tortuosa, a esa empresa dudosa, ella tocaba el piano de manera notable con un solo dedo para romper su silencio. No lo hacía adrede, aunque sí con el fin de parar la oscilación del péndulo que lo transportaba desde la antigüedad hasta el presente, y viceversa, transformando en calma esa tempestad interior, y bajándolo de la ilusión del mundo a la realidad del ahora.  


     Ohana llamaba esos momentos, «el estilo blanco» de su esposo. Y para confirmar que había vuelto a la realidad le preguntaba: «¿Tenemos veinte años desde los quince hasta los treinta años? ¿Sí o no?». Él meditaba en esa pregunta impúdica de su esposa, y afirmaba que no respondería porque eso sería empequeñecerse, que no era un perro pavloviano. Era claro que el hombre temía ser torturado por las frases. Le exasperaba la generosidad y amplitud del lenguaje, ya que, con las mismas palabras para hablar de un cerdo, podía disertar sobre una flor como Salomón, y a causa de esto nunca estaba del todo contento, o al menos, satisfecho.


―¿Impúdica? Preguntó ella sin enfado. ¿Acaso no ha leído libros pudorosos, de los cuales es imposible hablar por temor a convertir una meditación blanca en un verde pensamiento, o en morado, lo rosado del rostro? 


     El señor Klein callaba, porque con una respuesta de su estrambótica cabeza, doblaría todos los clichés y las metáforas que usaba su esposa, y lo que menos deseaba era crear un ambiente de tensión, convertir su matrimonio en una pajarera, darle color a lo que carecía de luz. Pensaba que dar rienda suelta a sus pensamientos era comenzar a dibujar un ensayo general sobre un duelo y así se excusó aduciendo que sus «hermanos» e «hijos» lo esperaban en la biblioteca, que debía volver a la novela leída, como se regresa a la calle o se va a otra ciudad. Esa era la forma de ser él mismo en el papel, ya que soñaba con leer igual que Rodin esculpía o Rubinstein tocaba. Por eso, queriendo producir el efecto contrario al que deseaba, ese instante era el perfecto para huir en su tren.


[1] La paráfrasis trata sobre un personaje de Sholom Aleichem llamado ʺIván Ignoramusʺ en su obra «El kiddush de los días de fiesta».


Escribe: DIEGO FIRMIANO*













*Escritor. Ensayista. Coleccionista de libros. Lector.

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